sábado, 9 de enero de 2016

Otras cosas: Feng Shui


Él piensa que el feng shui es un arte marcial. Aunque su mujer le explica que nada que ver, él insiste. Consiste en tomar la búsqueda de espiritualidad de los occidentales, su ignorancia, su aburrimiento y su irrefrenable necesidad de gastar plata en estupideces y usar todos esos elementos como armas en su contra, con el fin de asesinarles la billetera. Sobre todo a los esposos, quienes se ven obligados a exprimir sus bolsillos para evitar que sus mujeres, repentinamente investidas por un espíritu milenario chino, los molesten hasta el hartazgo. Es tan efectivo que el hombre que se desprende de su dinero siente la tranquilidad de sacarse a su mujer de encima y tenerla entretenida por un tiempo, eligiendo el mal menor. La alternativa a las facturas en el shopping son las facturas conyugales sobre aquello que ella no pudo hacer y la frustración que siente al respecto. Las facturas del shopping alguna vez se terminan de pagar. Las otras, no.
Uno se sabe perdido de entrada. Se alegra cuando pierde poco. No hay forma de ganarle feng shui.
Hace un tiempo su mujer llegó con lo del chi kung. Luego vino el reiki, el yoga, la gemoterapia, las runas, pilates y ahora volvemos a oriente con el feng shui. Todo empaquetado, adornado y listo para que las señoras con dinero y tiempo libre consuman espiritualidad al alcance de la mano.
Se desprendió del dinero, observó con alivio la felicidad de su mujer, tomó los palos de golf y se fue un rato.
Le gustaba pasar tiempo en el terreno que había comprado en el club de campo. Ese pedazo de tierra significa un logro impensado para un hijo de la clase trabajadora y una mujer de familia aristocrática económicamente venida a menos. La educación, la profesión liberal, el esfuerzo personal dieron sus frutos.
Aún faltaba mucho, pero ahí estaba el terreno. Él mismo le hubiera cortado el pasto si no estuviese mal visto. Para eso estaban los empleados del country (aunque ellos, los propietarios, preferían club de campo. Cuestión de pertenencia), a los que les pagaba una suma extra bastante importante para atender la jardinería del terreno, o quizás el hijo de algún propietario del country, quien a modo de juego didáctico (el objetivo era comprender el valor del trabajo y del dinero. Jugando, por supuesto) se ofrecía a cortar el césped por una pequeña fortuna, que uno pagaba porque estaba bien hacerlo.
Ahí estaba el terreno, y Rubén a la mañana y Carlos a la tarde, los guardias que ya lo conocían por el nombre y le abrían la puerta sin pedirle documentos. También estaba el club house donde tenía sus amistades, amistades de esas que abren puertas laborales. Con ellos se podía hablar de golf y de caballos, buenos vinos y negocios, siempre que la conversación no incluyera cifras concretas de dinero. En esas conversaciones no hay números, entre amigos se habla de las cosas buenas de la vida y se olvidan las cuentas.
También estaba el hermoso campo de golf donde durante los noventa iba el presidente (dos veces al año religiosamente durante los diez años que duró su mandato) a jugar al golf entre amigos. El viejo Atilio siempre recuerda las veces que jugó con el presidente en ese campo. Debía dejarlo ganar porque se les informaba antes que al presidente no le gustaba perder. Atilio nunca supo si el presidente sabía que los demás iban a menos o si realmente pensaba que era un fenómeno del golf. El viejo Atilio dice que al final lo estaban engañando y Ernesto dice que no, que el poder es eso, es ganar siempre al golf aunque uno sea el peor jugador del campo.
Él saluda, toma los palos y se va a su terreno a practicar su swing. Más adelante tendrá una casa ahí donde ahora practica golf. Más adelante, cuando consiga el dinero para hacer una casa acorde al lugar, a la arquitectura de sus vecinos. No quiere envidiarle nada a nadie. Por ahora dice que lo está pensando, que el trabajo, las distancias, Mabel que no maneja. En fin.
Ahí está él entonces, controlando el grip y la relajación de los hombros y se siente feliz. Realmente le gusta estar ahí, pegándole a la pelotita, solo con sus pensamientos, mientras su señora debe andar destruyéndole la tarjeta junto con la señora de Ibarguren, ambas buscando objetos para redecorar la casa de nuevo, esta vez para que la energía fluya pero sin perder la elegancia. Sonríe al pensar que eso la tendrá entretenida durante algunas semanas.
La felicidad es eso, piensa. Pegarle una tarde entera a la pelotita con un palo mientras piensa. Por qué ese momento, éste, el presente perfecto, con el palo y el césped y la pelotita, esconden un mecanismo tan extraordinariamente complejo. ¿Por qué el dinero y el tiempo y los guardias y el club house? ¿Por qué no es lo mismo en la plaza, en el parque, al costado de la ruta? ¿La felicidad es el golf o es lo otro, o es el golf después de lo otro?
De repente mira al cielo y descubre que el sol está bajando. Se pasó la tarde en el terreno sin darse cuenta. Ya debe volver a preparar todo para mañana que hay trabajo.
Mientras conduce de vuelta empieza a sentir esa leve presión que, con el correr de las horas, se volverá más y más intolerable. Hay que trabajar, empezar la semana. Recuerda el pulgar de la mano izquierda, apoyado contra el palo y envuelto levemente por la mano derecha, ejerciendo una leve presión antes de dar el golpe. Trata de relajar los hombros, como en el golf. Es más difícil fuera del terreno.
Siente la creciente necesidad de abrir las ventanillas del auto para calmar la desagradable sensación de ahogo que sufre los domingos por la tarde, cada vez más seguido. A esto le seguirá una noche de insomnio y un lunes complicado de aguantar.
Llegó a su casa y vio las bolsas. Malditos los shoppings que trabajan los domingos.
Luego de las bolsas lo recibe su mujer, mostrando entusiasmada los tres espejitos hexagonales que compró en el shopping a una mujer de extraños ojos.
- No, gordo, te digo que tenía algo en el ojo. Para mí que era discapacitada.
- No, Mabel. Seguro que era china y vos ni te diste cuenta.
- Claro. Vos pensás que soy tarada. No era china. Era discapacitada, Pero me vendió estos espejitos divinos que ayudan a hacer circular la energía. Hay que ponerlos en el marco de la ventana para la protección y la buena suerte. Yo los voy a poner acá. Mirá, quedan re monos, del mismo color que los sillones.
Él se sienta en el sillón del living con los vestigios de la sensación de ahogo aun en el cuerpo. Mira los espejos de reojo con muy poco interés hasta que algo lo obliga a detener la mirada. El último rayo de sol, ese que marca el fin del atardecer, entra por la ventana de los espejos y ahí se ve, el haz de luz, el flujo energético perfectamente visible, circulando.
- Mabel, veo la energía.
- ¿Cómo, gordo?
- En los espejitos de mierda esos que compraste. Veo la energía.
- Gordo, no me tomes el pelo, querés. ¿Por qué sos así? Siempre censurás con tu ironía mis intentos por...
- Que no te tomo el pelo, Mabel, te juro que los veo.
Mabel de pronto se asusta. Su esposo no miente. Él ve las luces. Su esposo tiene una especie de conexión con el feng shui. No es decoración, es algo más, algo de verdad.
Inmediatamente toma los espejitos empleando un gesto que es lo más parecido a correr que el marido de Mabel vio en ella en 25 años. Abre rápidamente la ventana y los arroja, como si quemaran, hacia la calle.
- ¿Pero qué hacés, loca de mierda, me querés decir?
- Basta de feng shui. Me dio miedo.
Él, fastidiado, se levanta del sillón y se va al baño, acto que había retrasado por la cuestión energética de los espejos que ahora están en la calle, 6 pisos abajo.
Mabel, al verlo irse con el mal humor de siempre, se siente más aliviada. Vuelve a la cocina con una mano en el pecho y el gesto como de a quien le vuelve el alma al cuerpo. Mirá si su esposo. Un raro. La gente.
Él, sentado en el inodoro, llora en silencio.


No hay comentarios:

Publicar un comentario