miércoles, 7 de diciembre de 2011

Dentista

El observador que transpira sale feliz del consultorio del dentista. Si bien sabe que la nomenclatura correcta para referirse a dicho profesional es la de odontólogo, (como al bañero hay que decirle guardavidas) nunca logró adoptar sinceramente ninguno de los dos tecnicismos y solo los utiliza de manera artificial en una conversación con un tercero con el que no tiene demasiada confianza.
En fin, sale del dentista feliz, a pesar de la cirugía a la que se sometió para extirparse la muela de juicio. Desde que empezaron a aparecer, estas muelas siempre representaron dificultades, debiendo sacarse una a una todas las que fueron saliendo. Las primeras tres salieron más o menos a la vez, pero la cuarta, en la parte inferior derecha, se ocultó muy abajo y nunca se movió, hasta ahora.
Aún no había aparecido, pero su inminente salida prometía consecuencias nefastas para el resto de su dentadura, especialmente la parte de abajo de su mordida. La posición en la que salía amenazaba con correr todos los dientes de lugar, provocando un desorden importante en una dentadura que ostentaba un ordenamiento de manual a fuerza de dos dolorosos años de adolescencia soportando ortodoncia seguida de aparatos móviles.
El observador que transpira sufrió las burlas de sus compañeros y el rechazo de las mujeres en la adolescencia y no pensaba permitir que aquel sufrimiento perdiera su producto. Así que ante el menor dolor recurre al dentista u odontólogo de confianza para despejar dudas.
En este caso la visita del profesional derivó en un turno al radiólogo y de ahí de nuevo al dentista, quien confirmó la necesidad de realizar una cirugía. Debía abrir la encía, matar la muela y extraerla, todo esto para evitar el colapso dental que supondría su aparición.
Aunque el trabajo sobre sus dientes no le agradaba, no tuvo problemas en acudir, porque el profesional siempre se encontraba visiblemente sorprendido por alguna cualidad positiva en su boca. La última vez se mostró asombrado por la capacidad de coagulación que mostraban sus encías, cosa que provocó en el observador que transpira cierto sentimiento de bienestar.
El momento en el que se somete al trabajo es realmente incómodo. Se siente profundamente invadido por la extraña sensación de no saber si mirar a la cara al dentista, operando tornos e instrumentos metálicos con el rostro a centímetros de su boca, o mirar la luz de la silla que lo enceguece y lo obliga a apartar la vista y volver al predicamento anterior. Al fin busca un pedazo de techo donde mirar para resolver la incomodidad de dónde poner los ojos.
Al menos su dentista utiliza con generosidad el aire acondicionado, manteniendo un ambiente realmente fresco. Probablemente más de una señora se le debe quejar por esa temperatura, pero alguien como el observador que transpira aprecia mucho esa conducta y casi que lo elige por ella. El aire acondicionado no impide que transpire más de la cuenta, pero evita el vergonzoso resultado de someterse a la cirugía en un clima templado o cálido, en donde su fisonomía se hubiese vuelto insostenible.
Al iniciar la cirugía, el dentista se muestra ostensiblemente sorprendido por la cantidad de anestesia necesaria para dormir el sector de la boca que debe ser operado. Luego de inyectar la dosis de anestesia normal, agregó un par de pinchazos más como resfuerzo, y luego otros tres, para lograr el efecto deseado.
Además, una vez iniciada la operación recordó los beneficios coagulantes de las encías del observador que transpira, quien se sorprendió al descubrir que el profesional, con todos los pacientes que debía atender por día y con lo poco que él iba al consultorio, aún se acordaba de sus encías.
Una hora después, con la mitad de la cara completamente dormida, intentando morder un par de gasas esterilizadas que pronto debería cambiar por unos repuestos proporcionados por el mismo dentista, caminaba por la calle rumbo a su casa con una media sonrisa, obligada por las circunstancias.
Realiza ese trayecto pensando en la resistencia de sus encías a la anestesia, la capacidad de recuperarse de las heridas, y no puede evitar un verdadero sentimiento de orgullo. Acepta la remera empapada de transpiración junto con la sangre en la boca con el espíritu templado del guerrero cansado. Esto dura hasta llegar a su casa, donde junto con la inmediata ducha vinieron las nuevas gasas y la cuenta del teléfono.