jueves, 22 de septiembre de 2016

Tiempo compartido

Estaba en llamas cuando me acosté . Charly García



La pintura no tenía nada que ver con lo que pasó, pero se le quedó grabada con mayor nitidez que todo lo demás, que era lo verdaderamente importante. Unos barquitos a remo en un paisaje que presumiblemente pertenecía a Venecia, todo en tonos de azul. Uno amarrado, otros navegando.
Parece que todo empezó ahí, tirados en ese sillón cama del hotel más lujoso en el que habían estado en sus vidas, cuando todo se fue de las manos y la presencia de Martín empezaba a surgir como hipótesis. Primero fue un no rotundo pero después fue un sí y al final un será lo que tenga que ser, que finalmente fue y más finalmente no, cuando al séptimo mes la cosa se complicó y todo se fue definitivamente al caño. La lucha por el entierro fue entre tétrica y absurda, la burocracia necrológica fue como una bota que le terminó de aplastar el cerebro.
Si hubiera que buscar un hecho, sería ese. Pero es más complejo que eso, porque antes de eso, antes del sillón cama (un día antes, para ser preciso), había salido al balcón a fumar y ahí, al ver pasar desde el balcón del piso trece a un tipo por la calle, le vino la idea a la cabeza. Tan simple como eso.
Tal vez tenía que ver con la sensación de estar descolocado. Cuando unos años antes los paró un pibe por la calle con cara de bueno y les hizo una encuesta ellos estaban en pleno idilio amoroso, de vacaciones y en la playa. Absolutamente descolocados. Terminaron conociendo el lujoso hotel y así, dos horas después del pibe y la encuesta, adquirieron un tiempo compartido que a ellos no les convenía contrayendo la primera deuda de pareja. Una estupidez, verdaderamente. Cuando al día siguiente quisieron romper el contrato conocieron la verdadera cara de esas amables personas. No hubo caso. Incluso estuvieron a punto de gastarse lo poco que les quedaba y terminar antes las vacaciones acudiendo a un abogado en la playa para ver si se podía solucionar de alguna manera. Finalmente pagaron su error en cuotas, religiosamente.
Cuando el tiempo y el dinero al fin confluyeron y le dieron uso por primera vez, se encontraron con un hotel que les quedaba grande por todos lados. No importó, uno se adapta fácilmente al lujo. En el piso trece quedaba el departamento correspondiente y en el departamento el balcón en cuestión y desde el balcón aquel tipo caminando que le dio la idea.
El tiempo pasó y, con él, llegó y se fue la hipótesis de Martín. Los años se llevaron todo, a Emanuel y a su madre. Eso también podría formar parte de las razones.
Pero hay más. Hay muchas, infinitas razones pequeñas, estúpidas, cotidianas. El cine, por ejemplo, o las noticias policiales de la tele. ¿Qué películas, qué noticias, de qué manera lo que uno ve por la pantalla se queda prendido en la cabeza?
Nada del otro mundo, solo la configuración particular de un montón de hechos cotidianos, de esos que vivimos todos, sumados a un par de hechos extraordinarios de esos que también vivimos todos, tejen un entramado particular en cada uno. A veces surgen ideas como esta, que parecen descabelladas, monstruosas, repudiables desde todo punto de vista. Tampoco usted está tan lejos de tener una idea similar.
La cuestión es que dos años después volvió a utilizar el tiempo compartido.Pidió el mismo departamento. Ahí estaba el cuadro de los barcos adornando el living comedor frío e impersonal de la habitación hotel. De no ser por el cuadro, le podrían haber dado cualquier habitación sin que él se hubiera dado cuenta. Por el cuadro y por la vista, desde un piso trece a contrafrente, con vista a la calle en lugar de la playa.
Nunca le gustaron los hoteles. Esa impersonalidad en las paredes y en el personal, esa invisibilidad que los dueños exigen a los empleados, el desayuno entre extraños. Nunca pudo creer la compra de ese tiempo compartido.
Tampoco sabe si "comprar" es el verbo exacto. Lo que compró fue una cantidad determinada de puntos que se renuevan anualmente. Esos puntos son intercambiables por días dentro de algún hotel de la cadena. En temporada baja, el tiempo vale pocos puntos, por lo que se pueden canjear por más días haciendo la estadía mayor. En temporada alta, en cambio, el tiempo vale más y las estadías se vuelven más cortas. En caso de querer ir por mucho tiempo y no tener tantos puntos, uno puede comprar tiempo, es decir comprar puntos. También le puede alquilar los puntos a un amigo, negociando con el tiempo propio y el ajeno. Como en realidad no se volvió dueño de nada, no sabe si el verbo comprar esté bien para definir esa transacción.
El arma fue heredada. El padre era un entusiasta cazador en épocas en las que la familia tenía campo. Salían por las noches a cazar liebres o durante el día a cazar patos. El campo ya no existía pero sí las armas.Tomó el rifle de mayor calibre y lo puso en la funda para las sillas plegables. Entraba perfecto. Igual, nadie mira nunca el equipaje en los hoteles.
Canjeó algunos de sus puntos por dos días de alojamiento. La primera noche se la pasó apuntando desde el piso trece con el arma vacía. Antes de llegar, pensó en utilizar la baranda del balcón para apoyar el rifle y así mejorar el pulso. pero al ensayar la primera noche se dio cuenta de que eso perjudicaba más de lo que ayudaba, por lo que descartó la idea.
Pensaba en el por qué. Pensaba en Freud y suponía que Tanatos andaba por ahí, cebándole unos mates en el balcón. Es demasiado complejo el por qué, o demasiado simple, o demasiado absurdo, y él no tenía tiempo. Dos días que compró con los puntos, después había que irse. Cargó el arma y buscó el blanco.
Estaba ansioso pero no quería confundirse. Tenía que elegir bien. Si bien el disparo era a cualquiera, al azar, tampoco era tan simple. Tenía que encontrar a alguien del otro lado de la mira telescópica y darse cuenta de que era ese y no otro. El blanco no tardó en aparecer.
Eran casi las doce del mediodía. Despejado y caluroso día de playa. Mucha gente yendo y viniendo. Un hombre salió de un departamento interno en sentido inverso a la playa. Le daba la espalda al hotel, al balcón y al rifle. A pesar de la altura, pudo ver claramente que el hombre tenía una corona calva, un círculo sin pelo bastante típico en la gente con calvicie. Típico en otro contexto, en ese balcón era un símbolo. Agarró el rifle, apunto a la corona y disparó. Así de simple. Apuntó y disparó. Sin dilemas, sin dudas, sin nada. Disparó.
La carabina estaba sucia y el culatazo casi le rompe la clavícula. Aprovechó la patada hacia atrás del arma para tirarse al piso y refugiarse de las miradas. No sabía si había dado en el blanco.
Se levanto como a los diez segundos. No pensó en nada. En esos diez segundos no pensó absolutamente en nada. Por primera vez en su vida no hubo una sola palabra que asomara en el cerebro para tratar de nombrar lo real. Asomó apenas la cabeza para ver qué había pasado. El corazón le latía muy rápido y el oído estaba afectado por el estruendo. La cabeza comenzó a trabajar rápido pero no revelaba ninguna idea.
El hombre caminaba con parsimonia llegando a la esquina. Nadie miraba para ningún lado, nadie estaba agachado o llamando a la policía. Le había errado. Le había errado por mucho, tanto que el hombre no se había dado cuenta de que hace unos segundos fue el blanco de un tirador.
Parecía tan fácil todo. La altura, el ángulo, la visibilidad, la sensación de impunidad.
 Dejó pasar unos segundos tratando de recuperar la capacidad de razonar perdida. El ruido del ventanal de un balcón cercano abriéndose lo hizo despertar.
Entró a la habitación silenciosamente. El cerebro se activó para lo inmediato. Encendió un sahumerio para disimular el olor a pólvora que sentía en todo el departamento. Mientras el sahumerio se consumía armó el bolso y puso el rifle en la funda de la silla. Aguardó un instante más para que el sahumerio se consumiera definitivamente. Tenía miedo de que la habitación ardiera en llamas por culpa de su negligencia. Salió de la habitación y, al cerrar la puerta, ésta se trabó automáticamente, como todas en el edificio, por una cuestión de seguridad.
Volvió a introducir en la cerradura la tarjeta que funcionaba como llave. Abrió la puerta y desde el umbral constató una vez más que del cenicero en el que había puesto el sahumerio no saliera humo. Cerró definitivamente la puerta y se fue.
Avisó al conserje que se retiraba y fue en busca del auto. La cochera era subterránea y silenciosa. Ahí detecto hasta qué punto estaba aturdido por el disparo. Un sonido agudo y potente retumbaba con fuerza en su cabeza. Eso no le impidió salir cuidadosamente de la cochera, sin levantar sospechas.
Un semáforo se puso en verde y, al arrancar, se dio cuenta de que tenía el freno de mano puesto. Entendió que estaba razonando nuevamente. Sintió el dolor en el hombro, el zumbido, el olor a pólvora, pero no pudo ponerle nombre a lo que pasó. No sólo al disparo, a todo. No podía nombrar nada. Solo la sensación de que estaba en un lugar en el que nada es, nada es realmente lo que es en ese tiempo compartido.
 Miró por el retrovisor y se descubrió los ojos. Con el sol de frente le parecieron más claros.
¿Qué ojos habría heredado Martín?







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