miércoles, 7 de diciembre de 2011

Dentista

El observador que transpira sale feliz del consultorio del dentista. Si bien sabe que la nomenclatura correcta para referirse a dicho profesional es la de odontólogo, (como al bañero hay que decirle guardavidas) nunca logró adoptar sinceramente ninguno de los dos tecnicismos y solo los utiliza de manera artificial en una conversación con un tercero con el que no tiene demasiada confianza.
En fin, sale del dentista feliz, a pesar de la cirugía a la que se sometió para extirparse la muela de juicio. Desde que empezaron a aparecer, estas muelas siempre representaron dificultades, debiendo sacarse una a una todas las que fueron saliendo. Las primeras tres salieron más o menos a la vez, pero la cuarta, en la parte inferior derecha, se ocultó muy abajo y nunca se movió, hasta ahora.
Aún no había aparecido, pero su inminente salida prometía consecuencias nefastas para el resto de su dentadura, especialmente la parte de abajo de su mordida. La posición en la que salía amenazaba con correr todos los dientes de lugar, provocando un desorden importante en una dentadura que ostentaba un ordenamiento de manual a fuerza de dos dolorosos años de adolescencia soportando ortodoncia seguida de aparatos móviles.
El observador que transpira sufrió las burlas de sus compañeros y el rechazo de las mujeres en la adolescencia y no pensaba permitir que aquel sufrimiento perdiera su producto. Así que ante el menor dolor recurre al dentista u odontólogo de confianza para despejar dudas.
En este caso la visita del profesional derivó en un turno al radiólogo y de ahí de nuevo al dentista, quien confirmó la necesidad de realizar una cirugía. Debía abrir la encía, matar la muela y extraerla, todo esto para evitar el colapso dental que supondría su aparición.
Aunque el trabajo sobre sus dientes no le agradaba, no tuvo problemas en acudir, porque el profesional siempre se encontraba visiblemente sorprendido por alguna cualidad positiva en su boca. La última vez se mostró asombrado por la capacidad de coagulación que mostraban sus encías, cosa que provocó en el observador que transpira cierto sentimiento de bienestar.
El momento en el que se somete al trabajo es realmente incómodo. Se siente profundamente invadido por la extraña sensación de no saber si mirar a la cara al dentista, operando tornos e instrumentos metálicos con el rostro a centímetros de su boca, o mirar la luz de la silla que lo enceguece y lo obliga a apartar la vista y volver al predicamento anterior. Al fin busca un pedazo de techo donde mirar para resolver la incomodidad de dónde poner los ojos.
Al menos su dentista utiliza con generosidad el aire acondicionado, manteniendo un ambiente realmente fresco. Probablemente más de una señora se le debe quejar por esa temperatura, pero alguien como el observador que transpira aprecia mucho esa conducta y casi que lo elige por ella. El aire acondicionado no impide que transpire más de la cuenta, pero evita el vergonzoso resultado de someterse a la cirugía en un clima templado o cálido, en donde su fisonomía se hubiese vuelto insostenible.
Al iniciar la cirugía, el dentista se muestra ostensiblemente sorprendido por la cantidad de anestesia necesaria para dormir el sector de la boca que debe ser operado. Luego de inyectar la dosis de anestesia normal, agregó un par de pinchazos más como resfuerzo, y luego otros tres, para lograr el efecto deseado.
Además, una vez iniciada la operación recordó los beneficios coagulantes de las encías del observador que transpira, quien se sorprendió al descubrir que el profesional, con todos los pacientes que debía atender por día y con lo poco que él iba al consultorio, aún se acordaba de sus encías.
Una hora después, con la mitad de la cara completamente dormida, intentando morder un par de gasas esterilizadas que pronto debería cambiar por unos repuestos proporcionados por el mismo dentista, caminaba por la calle rumbo a su casa con una media sonrisa, obligada por las circunstancias.
Realiza ese trayecto pensando en la resistencia de sus encías a la anestesia, la capacidad de recuperarse de las heridas, y no puede evitar un verdadero sentimiento de orgullo. Acepta la remera empapada de transpiración junto con la sangre en la boca con el espíritu templado del guerrero cansado. Esto dura hasta llegar a su casa, donde junto con la inmediata ducha vinieron las nuevas gasas y la cuenta del teléfono.

lunes, 17 de octubre de 2011

Peluquería

Desde hace ya varios años, el observador que transpira se corta el pelo en un pequeño local barrial, atendido por un peluquero de vieja escuela, de esos que no se reconocen bajo nomenclaturas tales como estilista, coiffeur o similares.
La razón es la comodidad, más que el corte en sí mismo. Siempre lo intimidó el rancio glamour que intentan ostentar las peluquerías pretenciosas del centro, ese espacio en donde se impone el exceso de luz, los grandes espejos y los estilistas cool por obligación, casi como un uniforme de trabajo exigido por los empleadores para no desentonar en el intento de parecer un poco más de lo que son.
Además está el complejo proceso que finaliza en la silla de corte, trámite engorroso que supone sacar turno, esperar en grandes sillones en los que el observador que transpira siempre se siente incómodo y un poco solo, para ser atendido por una chica que le lava la cabeza mientras busca temas de conversación, también obligada, ya que en cualquier otro ámbito de la vida no se hubiera molestado ni en observarlo, para finalmente ser derivado al estilista considerado en si mismo, quién lo ataca con la pregunta ¿Qué querés que te haga? O similares, a lo que el observador que transpira no sabe muy bien qué responder y se siente más incómodo, intimidado y solo, observándolo a través del enorme espejo lleno de luces con una toalla en la cabeza y una bata que le aprieta el cuello. Eso lo hace transpirar en extremo, aunque afortunadamente la bata lo disimula. La respuesta del observador que transpira ante esas situaciones es siempre la misma: “corto”. Para él esa respuesta es suficiente. Ponerse a especificar que su cabeza tiene forma de huevo y que por eso hay que tener cuidado, o que demasiado corto atrás no le gusta, sería revelarle a ese estilista desconocido y artificial la visión que el observador que transpira tiene de sí mismo. No está dispuesto a especificar. Se vuelve hermético y nervioso. Pero el estilista insiste. ¿Corto cómo? ¿Más tradicional? ¿Hacemos algo moderno? ¿Con máquina?
De alguna manera (que nunca recuerda porque bloquea ese momento incómodo) el observador que transpira logra resolver la situación sin responder claramente a ninguna de las preguntas del coiffeur, quien termina por resignarse y hacer un corte tradicional, muy similar al que siempre le hicieron en la peluquería de barrio.
Estas razones lo hacen elegir esa modesta peluquería barrial, en donde el estilista es peluquero y habla de básket (a él no le agrada mucho el basket, pero hablar de deportes no le molesta) y donde no hay glamour ni atienden hermosas mujeres que fingen interés en su conversación. Las únicas mujeres son las que pasan por la vereda, muy cerca de la vidriera y la silla de corte. Si el peluquero las percibe lindas, deja las tijeras y se toma un segundo para salir a la calle y confirmar su percepción inicial. Las mira un rato, luego entra y se las comenta al observador que transpira, quien no puede ver demasiado por estar condenado a la silla de cliente, a la bata y a la timidez.
El corte también se interrumpe brevemente por el ingreso de algún amigo que pasa a saludar y a comentar el partido de boca, o cuando alguna de las anécdotas que cuenta el peluquero requiere la utilización de las manos para ayudar al relato con una conceptualización visual.
Pero nada de eso preocupa al observador que transpira, ya que solo debe sonreír y escuchar. Es un espectador pasivo y feliz que se sienta a escuchar conversaciones intrascendentes sin necesidad de participar realmente en ninguna.
Eso si, del corte no se puede hablar demasiado, es siempre el mismo. “¿Corto?” Pregunta el peluquero. “Si”, es la respuesta, y se terminó la historia.
Con el tiempo se dio cuenta de que el siempre idéntico corte de la peluquería barrial en realidad no le gusta, pero nunca tuvo inconvenientes para vivir con eso. Mientras conserve la atención, mientras su lugar como cliente sea el mismo, el observador que transpira pasará de buena gana por la vida con un mal corte de pelo.

sábado, 3 de septiembre de 2011

El azar

El Quini 6 es un juego de azar. La idea es acertar 6 números del 0 al 46. Los sorteos se televisan hacia todo el país y el valor de la jugada completa es de 5 pesos. Los números son a elección del jugador y los premios son siempre millonarios.
El observador que transpira juega al Quini 6 cada miércoles y domingo. Siempre juega en la misma agencia de lotería, siempre a los mismos números, casi siempre a la misma hora.
Nunca jugó a la quiniela, al gordo de navidad, a las raspaditas o a algún otro juego de azar. Solo al Quini. Solo una boleta por vez.
Apenas sale de la agencia con el Quini en la mano, el observador que transpira estudia cuánto dinero hay en juego. Existen distintos sorteos y distintos pozos, algunos con diferencias muy importantes, dependiendo de la cantidad de tiempo que permanezcan sin salir. Con el Quini en la mano y las cifras en la cabeza, piensa qué haría si ganara alguno de los sorteos. De hecho, tiene más o menos decidido en qué gastar su premio, dependiendo del monto que gane.
Al principio le daba vergüenza entrar en una agencia de quiniela. En su familia siempre estuvo mal visto el juego, no por la cuestión del vicio o el azar, sino por una cuestión de status social: jugar era cosa de pobres. Con el tiempo se fue acostumbrando al local, hasta que se le volvió bastante familiar. Incluso cruzaba algunas frases acerca del clima o de futbol con el dueño, que al mismo tiempo atendía a la gente y presionaba los botones de la máquina con una velocidad asombrosa. Pero nunca perdió del todo la sensación de estar haciendo algo incorrecto.
Lo que nunca pudo superar fue la sensación de malestar a la hora de ir al local a controlar su jugada para ver si había ganado algo. Siempre se sintió incómodo porque no quería aparentar ilusiones desmedidas frente al dueño, aunque tampoco total indiferencia. No sabía como comportarse ante esa situación, no sabía qué expresión facial era la correcta en esos casos. De todos modos, resultaba un mal necesario porque los horarios en los que se televisaban los sorteos eran cercanos a la medianoche y él a esa hora duerme o se olvida.
Cuando puso Internet en su casa, la cosa pudo haber mejorado. Los resultados se publican rápidamente en la red y no tiene la necesidad de volver a la agencia a controlarlos. Pero igualmente va, por las dudas.
Llegado el momento, intenta postergar un día o dos el control de los números ganadores. Esta postergación no tiene que ver con los nervios ante la incertidumbre del azar, sino más bien con la absoluta certeza de que no ganó, de que los números que eligió la Providencia no son los suyos. Esto le provoca una gran amargura al recordarle la certeza interna de que nunca se lo va a ganar.
Son momentos duros en donde las cuentas mentales, los viajes a destinos remotos y las luminosas casas en la playa se desvanecen en el trayecto que separa la agencia de lotería de la casa del observador que transpira. Las mismas baldosas sostienen dos veces por semana a un hombre que ha perdido todos sus sueños. El mismo hombre, los mismos días, los mismos sueños, el mismo dolor y el mismo peso.
Sin embargo al otro día va sin falta a la agencia y juega los mismos números para el próximo sorteo, y al salir vuelve a imaginar qué haría con lo ganado, recalculando el dinero del pozo, comprando por cinco pesos los sueños rotos del día anterior.
En los días en que amanece pesimista y le pierde un poco el sentido al juego, hace cuentas para reponerse: por diez pesos compra las dos boletas del Quini semanales, las que le permiten hacerse ilusiones durante 5 de los 7 días semanales (dos veces por semana sus sueños se rompen). Es decir que sueña libremente casi todos los días de su vida por tan solo dos pesos por día. Los días de sueños rotos son sin cargo.
Se mira al espejo, mira a su alrededor y concluye que soñar por ese precio es una verdadera bicoca.

martes, 16 de agosto de 2011

Convivencia entre particulares

Cuando le comentó a su esposa de su cualidad, a ella no le interesó mucho, como había dejado de interesarle todo lo que a su esposo le acontecía porque, si bien nunca había sido un tipo interesante, los años vividos bajo el mismo techo compartiendo la rutina lo habían vuelto aún menos interesante de lo que fue en un principio.
Se conocían de memoria, por eso manejaban a la perfección sus tiempos y espacios sin estorbarse nunca el uno al otro. Ya conocían sus rutinas, sus humores, sus manías. Compartían el techo porque les resultaba más cómodo que mudarse, y porque en verdad nunca peleaban. Seguían juntos llevados por una especie de inercia, una inercia que no les terminaba de disgustar, una especie de comodidad compartida entre dos personas que no necesitan nada de otras personas y que se hacen compañía, que se hacen sentir para que la soledad nunca represente un problema que requiera solución. Es decir, si estando juntos alguna vez se sienten solos, se dirán que es lo normal, que son los años, que es la rutina, pero que no hay nada que hacerle, y así siempre en domingo habrá juego de cartas o películas francesas que son el delirio de los dos. Siempre tendrán un programa en conjunto, invariable, para terminar con alguna mala semana en donde la soledad se haga sentir. Y en las buenas semanas, tendrán además programas individuales que nunca serán del todo interesantes pero que funcionan para ir pasando el tiempo.
De vez en cuando el observador que transpira se plantea las razones que lo llevan a vivir con su esposa. Luego de años de reflexiones, concluye que el paraíso sería verse de vez en cuando. Vivir solos y visitarse un par de días por semana, o un ratito todos los días. Pero viéndose en la necesidad económico/social de vivir bajo un mismo techo o divorciarse, elige quedarse con ella, valorando entre sus muchas ventajas su capacidad de adaptación a la transpiración y a la intrascendencia, lo que para el observador que transpira constituye un equilibrio más o menos perfecto entre amor y realidad.

viernes, 29 de julio de 2011

El don y la responsabilidad

A través de los años, su mediocridad voluntaria lo había transformado en un excelente observador de otras personas, un observador capaz de descubrir detalles íntimos de totales desconocidos prestando atención a rasgos que para un observador común hubieran resultado irrelevantes. Esto, pensó, podría constituir una cualidad nueva, una cualidad adquirida que reemplazara a la transpiración, aunque lamentablemente no pueda eliminarla.
Al darse cuenta de que se encontraba ante la posibilidad de tener dos dones en lugar de uno, se emocionó pensando que al fin se encontraría en igualdad de condiciones con respecto al resto de las personas, porque aunque su don no fuese innato (se trata más bien una habilidad adquirida), igualmente sería bien recibido por la sociedad si lograba perfeccionarlo al máximo con esfuerzo y dedicación.
Pero casi simultáneamente entendió que la única posibilidad de desarrollar su nueva cualidad de observador era manteniendo e incluso perfeccionando su mediocridad, ya que para tener éxito en su observación necesitaba no ser nunca el centro de atención. Es más, de ser posible debía ser imperceptible, para formar parte de los diferentes círculos sociales sin que los demás lo vean.
Por un momento el observador que transpira sintió tristeza de sí mismo, pero luego escrutó el horizonte, recordó a Aquiles y también al hombre araña, y asumió su destino con la entereza moral que el caso ameritaba

lunes, 20 de junio de 2011

La madre del observador que transpira cuenta un hecho de violencia que la tocó de cerca

Se veían tan lindos juntos.
Al pasear de la mano daban envidia. Laura tomada de su brazo feliz, cariñosa, hablando todo el tiempo con esa voz agudita, tratando a Marcos como si fuera un nene grande.
Marcos formal pero feliz, se reía de sus chistes y caminaba orgulloso con ella del brazo. Daba la impresión de que quisiera que todo el mundo lo viera a su lado feliz y divertido. Paseaba con su novia por la plaza del centro en esas tardes de primavera que son tan lindas en la ciudad.
Da gusto vivir en el centro. Todavía se puede pasear tranquilamente por la calle sin tener miedo a robos, secuestros o actos de violencia parecidos, tan habituales últimamente en este país. A veces las manifestaciones cortan la calle y se instalan en el sector de la plaza ubicada frente a la municipalidad, arruinando el tránsito, el paisaje y la charla con ruidos de bombos y pancartas. Pero las manifestaciones son siempre pacíficas y, más allá de esos inconvenientes, no son ninguna amenaza para la integridad de las parejas que como Laura y Marcos transitan tranquilamente sin molestar a nadie.
Esa noche celebraban el ascenso de Marcos en la empresa. Siempre fue muy eficiente, pero se quejaba de que estaba estancado porque los jefes no le prestaban atención. Por eso se alegró tanto cuando ascendieron a supervisor. El ascenso no prometía grandes beneficios económicos porque perdía las comisiones por ventas, pero le daba la posibilidad de tener otro tipo de responsabilidades, con gente a cargo y alejado de la atención directa del cliente, algo que a Marcos había empezado a aburrirle por la monotonía y el tiempo que llevaba en eso. Aparte te imaginarás que ya empezar a ser jefe es otra cosa.
Para festejar invitaron a cenar a mi sobrino Francisco y a su novia Carla, que son su pareja amiga desde hace ya mucho tiempo.
Las chicas son amigas desde el primer año de la secundaria. Pasaron la adolescencia juntas y compartían la iglesia y el grupo de jóvenes en el que trabajaban. Laura y Carla eran mejores amigas, por eso no resultó extraño que al comenzar sus respectivas relaciones presentasen a los novios entre si. Ellos se llevaron bien desde el primer momento, como amigos de toda la vida, por eso salían siempre juntos.
Lo nuevo esa noche era la cena. Cenar afuera cuesta caro y las parejas estaban ahorrando plata para otras cosas, por eso salían poco a comer, sólo en algún cumpleaños o a principio de mes cuando recién cobraban.
Carla conoció a Francisco porque mi sobrino era compañero de la secundaria del hermano mayor de ella, Esteban. Fran y Carla eran muy distintos y los 3 años de diferencia se notaban, más a esa edad, pero a fuerza de remar los dos para el mismo lado y compartir varios proyectos en conjunto llevan casi cuatro años de una feliz relación. Todos pensamos que el casamiento no tarda en llegar. Francisco consiguió un cargo ejecutivo en una casa de cambio, que le garantiza estabilidad, ascenso asegurado si hace las cosas bien, y en cualquier caso una buena suma de dinero a fin de mes. A esto se suma el reciente título en relaciones públicas de Carla, que promete un ascenso en la empresa de catering y ceremonial en la que trabaja. Carla gana poco, pero trabaja poco también, y el sueldo deja lo suficiente como para sumarse al de Francisco el día de mañana. Además la carga horaria le permitiría trabajar y a la vez hacerse cargo de la casa, porque si bien Carla odia ser esclava de las tareas domésticas, también es cierto que alguien tiene que hacerlas, y ella está dispuesta, siempre que además pueda hacer otras cosas para sentirse más útil. Yo pienso que está bien querer ser independiente, que aproveche ahora que es joven y no tiene hijos, porque después la independencia se termina y la casa demanda, aunque una lo hace con una sonrisa viendo a sus hijos jugar sin riesgos de llevarse mugre a la boca.
A pesar de los años y los proyectos, Francisco nunca fue bueno para exteriorizar sentimientos hacia su novia, o a hablar de su futuro casamiento. No es que esté en desacuerdo, pero así es Francisco, dice Carla, siempre dispuesto a hablar de cualquier cosa menos de las cosas que le pasan. Hay que saberlo entender, porque no es nada fácil. Igual cuenta Carla que cuando están solos es mucho más fácil hacerlo decir cosas lindas.
Me contó Carla que los chicos cenaron con vino de la casa, que era decente y estaba a buen precio, mientras que las chicas pidieron un vino espumante. Cenaron animadamente y al final de la noche, Marcos invitó un champagne para festejar su ascenso con un brindis entre amigos.
Las chicas, animadas por el espumante y los reiterados brindis, se subieron a cantar apenas comenzó el karaoke y retaron a sus novios a que se animaran a hacer lo mismo, desafío que Francisco acepto rápidamente porque para payasear es mandado a hacer. Marcos rechazó de plano al principio, pero después de la insistencia de la novia, los amigos y el animador del karaoke terminó por aceptar.
En estas situaciones es donde verdaderamente se nota la educación y la ubicación en las chicas. A pesar de estar alegres por el efecto del alcohol y permitirse algunas actitudes que en general no se permitirían, nunca se pasan de vuelta, nunca pierden la elegancia y las formas, aún cantando sobre el escenario entonadas por la bebida.
Se nota, cómo decirlo, la clase, con respecto a las otras chicas que terminan en escenas que provocan vergüenza ajena. Porque todos sabemos que cuando los hombres se emborrachan es una cosa, pero cuando las chicas no saben controlarse con la bebida es verdaderamente repugnante el resultado.
El karaoke terminó y empezó a organizarse la pista de baile. Laura estaba muy contenta y fue la primera en sacar a Marcos de su mesa y llevarlo al centro de la pista de baile. Carla y Francisco no estaban de ánimos para bailar, pero los siguieron unos 15 minutos por compromiso. Luego Carla fingió dolor de cabeza y volvió a felicitar a Marcos por el prometedor ascenso antes de salir del lugar del brazo de su novio.
Carla estaba tan angustiada por la noticia que se animó a contarme esto, si no no lo habría hecho ni loca. Menos Francisco que nunca cuenta nada. En fin, me contó Carla que, probablemente por efecto del alcohol, se fueron al parque a buscar un lugar tranquilo para estar solos.
Sabemos que el alcohol desinhibe, y en una pareja que lleva ya tanto tiempo, y que todos suponemos de un pronto matrimonio, sería muy pasado de moda pensar en esto como una desfachatez o un relajamiento moral. Estamos en el siglo XXI, esto es normal en parejas de esa edad, e incluso mejor que en otras épocas, en donde primero había que casarse y después venían los arrepentimientos.
En fin, un rato después Laura y Marcos salieron del lugar. Al salir hacia frío y estaba húmedo, por eso el chico de seguridad del bar, que está siempre en la puerta, contó que Laura buscó rápidamente refugio en los brazos de Marcos. Ambos estaban alegres, pero Laura avanzaba con el paso tambaleante del alcohol. De repente, uno de estos chicos de la calle, uno de esos pungas, muy alterado por causa del paco, se le acercó a la pareja y le preguntó si tenían una moneda. Esto del paco lo dijo el mismo chico de seguridad, que dice que les quema la cabeza más que las otras drogas, y asegura que con tanto tiempo trabajando en la noche detecta a un pibe drogado con paco a 20 metros.
Mi marido piensa que a esta gente hay que matarla porque no tienen solución. Piensa que hay que hacer algo cuando recién nacen, porque si llegan a los 8 o 10 años así no tienen arreglo. Yo no creo que sea tan así. Aparte no se los puede agarrar a todos, porque en esos ambientes lo único que hacen es parir hijos. Mi marido piensa que hay que castrar a las madres de esos chicos como a los perros de la calle, porque no tienen derecho a traer chicos a sufrir al mundo, sabiendo que no les van a poder dar lo que necesitan. Después los hacen pedir o robar para mantener a los padres, que son todos vagos o borrachos o las dos cosas, y terminan lastimando a personas decentes como los chicos. Igual sabemos cómo es mi marido.
Este chico, sin esperar respuesta, disparó un arma calibre 32 sobre Laurita, luego dos veces sobre Marcos, y alcanzó a efectuar un disparo contra el oficial ubicado a 20 metros de la escena que observaba los hechos atónito, antes de pegarse un tiro en la cabeza. Después se supo que era el menor de 6 hermanos y que tenía 14 años.
Pobres chicos. Justo antes de casarse, justo cuando estaban creciendo, cuando Marcos se hacía de un futuro en la empresa. No hay derecho. Un chico que ya estaba perdido en la vida termina matando a dos personas que tenían todo el futuro por delante. No le quiero dar la razón a mi marido, pero creo que hay pobres y pobres. Muchos trabajan todos los días, se las rebuscan con changas y esas cosas y terminan estudiando, hasta llegan a la universidad, como el caso del chico que se pagó la carrera de profesor en algo vendiendo café en el subte. Pero lamentablemente parece que son los menos.
Las sirenas de los patrulleros pasando por el parque asustaron mucho a Carla, entonces se terminaron yendo de ahí, a pesar de las protestas de Francisco, te imaginarás. Los hombres son así, pero también hay que entender pobre chica, no es cualquier cosa para que una sirena no la moleste en esos momentos.
El asunto es que ellos no se enteraron de la muerte de Marcos y Laura hasta la mañana siguiente, cuando mi marido, que siempre prende la radio local para escuchar el pronóstico, se quedó helado al escuchar que Laura, la chica que tantas veces vino a casa, había muerto a balazos por un falopero que quiso robarle.
Una no está muy al tanto de ese ambiente, la verdad es que habría que ayudar un poco más, pero con lo caro que está todo. Además, la falta de tiempo. No es que una no quiera, pero la verdad es que tampoco nos sobra demasiado. Vivimos bien, pero a costa de sacrificios.
El problema son los políticos. A ellos les pagamos de nuestros impuestos para resolver estas cuestiones. Ellos son los que están para servirnos a nosotros, no al revés. Ellos tienen que ocuparse de nuestra seguridad. Se la pasan hablando de derechos humanos para los ladrones y criminales mientras a nosotros nos matan como perros. Ya no se puede vivir en paz y es culpa de ellos. Los ladrones entran por una puerta y salen por la otra. No hay voluntad, no hay decisión, se perdieron los valores de la época en la que éramos chicos.
Así no se puede seguir. Así nosotros no podemos vivir. Mi esposo dijo que va a empezar a salir con la pistola reglamentaria en el bolsillo. Yo no creo que sea para tanto, pero me da miedo que salga con un arma, puede pasar cualquier cosa.

Se escucha la puerta. Es el marido. La mujer calla.

jueves, 19 de mayo de 2011

Las ratas de la plaza

El observador que transpira trabaja cerca de su casa. Una verdadera ventaja. Aprovecha para ir caminando. Le gusta caminar cuando es de noche y está fresco porque no transpira, o transpira menos.
Le gusta el invierno. Cuando sale a trabajar todavía es de noche y puede pasar tranquilamente por la plaza del centro de la ciudad. Le gusta que el frío de esa hora lo obligue a esconderse atrás de una bufanda y un par de guantes. Además, disfruta la tranquilidad de la noche minutos antes del amanecer en un día de semana.
En esa época los árboles de la plaza ya no tienen hojas y se puede ver claramente a las ratas corriendo, saltando de rama en rama, moviéndose entre los árboles desinhibidas por la falta de movimiento y la ausencia de depredadores.
Al observador que transpira le resultan simpáticas las ratas. Le gusta verlas saltar y moverse con extrema agilidad, en silencio. Por su gran tamaño, las supone muy similares a las ardillas de los parques canadienses, aunque en realidad nunca vio una ardilla ni un parque canadiense, pero sospecha que su tamaño aproximado es muy similar al de una rata muy grande, como las de la plaza, o un perro muy pequeño, como los de los departamentos.
Sinceramente, cree que la única diferencia entre especies es de prensa, ya que si se observa bien, las ratas son animales igualmente simpáticos, sobre todo cuando comen y usan sus manitos como las ardillas o nosotros, o cuando saltan de un árbol a otro y por algún error de cálculo quedan momentáneamente con sus patas traseras en el aire.
De todos modos se guarda su opinión. Está convencido de que su gusto por las ratas es un error, porque si todos sostienen que hay que matarlas, por algo será.

jueves, 31 de marzo de 2011

La explotación

El observador que transpira lee atentamente el artículo 150 del capítulo 1 del título 5 de la ley 20.477 en donde dice:

El trabajador gozará de un período mínimo y continuado de descanso anual remunerado por los siguientes plazos:
a) De catorce (14) días corridos cuando la antigüedad en el empleo no exceda de cinco (5) años.


y considera que no existe en el mundo moderno nada que se asemeje más a la esclavitud que pasar todo un año de vida metido adentro de un local de venta de, por ejemplo, zapatos, y solo poder descansar de ese tedio durante catorce (14) días corridos durante los primeros 5 años de tu vida, para pasar a descansar veintiún (21) luego de los 5 años de antigüedad, lo cual representa una falacia, ya que prácticamente nadie soporta una antigüedad de 5 años como empleado de una zapatería.
Agradece el hecho de ser empleado público, teniendo en cuenta que el Estado es más humano en lo relativo a condiciones de trabajo. A veces se da cuenta de que uno se queja por deporte, ya que se encuentra, dentro de todo, en un lugar codiciado por más de un zapatero.

jueves, 10 de marzo de 2011

Arte electoral

Una persona pinta las líneas peatonales en las esquinas que rodean la plaza principal de la ciudad.
Esa persona no sabe que lo que está haciendo es una intervención política determinante en el municipio. No sabe que el hecho de pintar esas líneas representa un punto sólido en la gestión oficial de cara a los próximos comicios. Pero sospecha.
Es de vital importancia para tener oportunidades de reelección que esas líneas estén recién pintadas al momento en que los ciudadanos emitan el sufragio.
En la casa y el trabajo a esa persona le dicen el Negro.
El Negro (esa persona) solo piensa en lo innecesario de la operación. Las líneas se ven perfectamente. Mejor sería pintar líneas en esquinas de calles que nunca las tuvieron, en vez de re pintar las que ya forman parte del color natural del asfalto a fuerza de ser pintadas cada dos años con motivo de elecciones municipales, provinciales y nacionales.
El Negro piensa que en su barrio no hay líneas pintadas. Pintar en ese lugar sería cuestión de una tarde.
Sin embargo otra vez le toca al centro. Encima los obligan a ponerse esas pecheras naranjas que no utilizan nunca, pero que cuando se trabaja en el centro repentinamente son obligatorias. Con los conos naranjas como las pecheras se delimita un perímetro por donde no pasan autos ni gente, y se procede a repasar una vez más esas líneas, provocando una demora importante en la circulación de la calle. Pero a la gente parece no importarle. Por eso no es tan terrible que se demoren más de una semana para repasar las 4 esquinas de la plaza central. Las líneas ya están marcadas, la operación de repasar es simple y en un ratito se terminaría todo y se podría avanzar hacia la periferia de la ciudad.
Pero el encargado no escucha razones. Desde la municipalidad le bajaron ese plan de trabajo al encargado de personal y de ahí al encargado de la cuadrilla y de ahí a él y sus compañeros, y hay que cumplirlo. Si sobra tiempo se tomarán unos mates con los compañeros hasta finalizar la jornada laboral, siempre manteniendo las pecheras puestas y el perímetro visiblemente delimitado con los conos.
El Negro tiene un jefe. Si el jefe manda atrasarse, así será.
Los enojados son los taxistas. La demora en el tránsito les causa pérdidas en su trabajo y se lo hacen saber a bocinazos o insultos o bocinazos seguidos de insultos o ambos en simultáneo.
El Negro sabe que los taxistas son un grupo bien organizado y sin vueltas, pero él y sus compañeros también integran un gremio que se la banca, así que al escuchar los insultos o bocinazos los manda a la puta madre que los re parió, generando una mínima discusión que dura lo que tarda en pasar el taxi demorado por el sector en donde se encuentra esa persona (el Negro). A veces solo es un poco más lento de lo habitual y es solo un intercambio de insultos que dura apenas un par de segundos. Pero otras veces, en horas pico, la escena se prolonga y el taxista siempre amenaza con bajarse mientras que El Negro lo llama al combate y los compañeros del Negro se acercan como para dar una buena impresión numérica. El taxista nunca se baja y el Negro no quiere pelear, produciéndose solo ese simulacro que atrae bastante a los peatones, quienes toman partido rápidamente para un bando o el otro. Si la escena dura mucho, si los insultos son fuertes y prolongados, si el taxista efectivamente se baja y hay que detenerlo antes de que empiecen a volar golpes, entonces alguno de los testigos del enfrentamiento llamará a la radio local para hacerlo público, y trascenderá el espacio geográfico delimitado por los conos naranjas para ser tratado durante unos minutos en algún programa radial que de seguro escucha mucha gente de la ciudad. Pero en general eso no pasa.

Al observador que transpira le molesta un poco la presencia de esa persona (el negro). La vereda se llena más de gente que lo habitual en el centro, y hay como un clima de tensión entre la gente que siempre parece estar muy ocupada y con prisa por llegar a algún lado. La gente no se ve molesta, pero el observador que transpira observa que todo es más propenso a estallar mientras los conos y las personas de pecheras color naranja cono sigan ahí.
Una vez que esa persona (el negro) termina su trabajo y se va, lo único que queda de su presencia en el centro son esas líneas blancas y radiantes en la calle, que son como una especie de pintada proselitista, de arte electoral funcionalista.
El observador que transpira observa lo bien que quedaron las líneas, el hermoso contraste con el asfalto que se expresa con fuerza cuando las líneas están recién pintadas. Sospecha, se pone incómodo, nervioso. Transpira un poco más. Pero después los nervios se le pasan. Y vota.

miércoles, 23 de febrero de 2011

El observador que transpira: el fútbol

Al observador que transpira le gusta el fútbol. Como la mayoría, heredó el club de su padre, quién a la vez lo heredó de su abuelo. Es bien sabido que la religión y el equipo de fútbol no se eligen, al menos hasta bien entrada la adolescencia y a fuerza de resistir violentas batallas familiares. Él no tuvo conflictos con el mandato paterno, y desarrolló con el tiempo un sincero cariño por las instituciones heredadas, llegando a experimentar sinceros cambios de ánimo con cada victoria o derrota de su equipo.
Como jugador nunca fue bueno y hace tiempo que abandonó el deporte, pero le gusta ir a la cancha como espectador simpatizante. De chico fue bastante seguido acompañando a sus mayores y esto se volvió poco a poco un hábito que hasta el día de hoy practica, aunque ya no tenga ningún mayor a quien acompañar.
Sin embargo, nunca se sintió cómodo en la tribuna popular. La razón fundamental es que, además de tener que ver todo el partido parado y moviendo la cabeza sistemáticamente para evitar los bloqueos visuales de los hinchas que se encuentran delante de él, le da mucha vergüenza gritar desmesuradamente un gol de su equipo. Siempre le resultó más fácil el insulto ante una injusticia o ante un gol enemigo. Por eso, cuando el equipo va mal siempre se siente parte del grupo, aunque los insultos que ensaya tampoco sean desmesurados.
El problema es la incomodidad ante la alegría propia. Él siempre grita fuerte “gol” en esas circunstancias. Pero es un grito corto, seco, que no viene acompañado de un movimiento arrebatado de avalancha hacia el alambrado ni de insultos festivos o improperios ante el rival. Se queda en ese grito y se siente como en deuda, rodeado de acreedores.
Estaba convencido de que al aire libre y el espectáculo deportivo visto cómodamente lo harían transpirar menos de lo habitual. Pero en la popular le resulta imposible ese estado de tranquilidad, y menos soportando la tensión de creerse en deuda con tanta gente que lo rodea.
Por eso un día decidió ahorrar y pagar por ver a su club, durante toda una temporada, desde la platea. El costo era realmente elevado, pero consideró que su tranquilidad bien valía ese precio.
Ahí si se encontró bastante a gusto, con personas que veían el partido desde sus lugares, comentando airadamente entre desconocidos las vicisitudes y gritando cada infracción no cobrada o cada gol local. La gente se ponía de pie gritando de igual manera que el observador que transpira, solo un momento, gritando gol un segundo, y después se abrazaban entre conocidos y se felicitaban entre desconocidos. A veces tenía el gusto de ver, a unos asientos de distancia, a alguna vieja gloria de la institución o a algún jugador actual relegado a la platea por suspensión o lesión. Definitivamente tenía más que ver con este grupo de gente que con el de la popular.
Se dio cuenta desde un principio de que había mucha gente mayor en la tribuna. Entendió que para ellos la popular les debía resultar imposible por una cuestión física. También observó que los viejos conservaban una energía implacable para insultar y gritar los goles, a pesar de que las rodillas los traicionaban un poco.
Una tarde el equipo estaba sufriendo una estafa pública por parte de la terna arbitral. Se había hablado mucho de la importancia del partido y de las conexiones que existían entre los dirigentes del equipo rival y los directivos de AFA. Los árbitros fueron cambiados a último momento, levantando sospechas, y ahora les estaban robando descaradamente a la vista de toda la hinchada. Uno de los viejos de la platea, sentado a solo unos lugares de distancia, seguía el partido con una radio de mano en la oreja. Esta es una práctica bastante habitual. En general es usada para seguir los resultados de los demás partidos que se juegan simultáneamente, o entre las personas que se acostumbraron tanto a los relatores y los comentaristas que necesitan que una voz les interprete lo que están viendo en vivo y en directo. El observador que transpira se alegró al reconocer el modelo de la radio, de marca Karina, a partir de un detalle verde arriba del parlante que la hacía inconfundible. Esta radio coincidía con el modelo que acompañó a su abuelo a la cancha durante toda la vida.
El viejo en cuestión levantaba más y más la voz y la temperatura, poniéndose cada vez más rojo a medida que las injusticias se amontonaban. El observador que transpira también estaba enojado, pero creyó que era tan evidente el robo que no hacía falta el insulto.
Lo que empezó a asustarle fue el estado de salud del viejo, ya prácticamente morado. Observó que no era uno de esos puteadores habituales, sino que estaba reaccionando de manera extraordinaria para alguien como él, movido por una injusticia que se volvía intolerable.
A los 80 minutos del segundo tiempo, con el partido injustamente en contra por 1 a 0, el juez de línea número dos, en las narices del observador que transpira, el viejito y toda la platea, y con una media sonrisa en la boca que sacó de las casillas hasta al mismísimo observador, llamó al árbitro y le sugirió que expulsase al técnico del equipo local y a su ayudante de campo, cosa que el árbitro hizo inmediatamente. Las razones no se saben, aunque están relacionadas con algún insulto o cosa parecida.
El viejito, con una furia que le hacía saltar lágrimas de los ojos, arrojó la radio Karina, la que probablemente lo acompañó durante toda su vida como lo había hecho con el abuelo del observador que transpira, a la cancha, directo al lineman. La radio pasó bastante cerca, pero no impactó. Quedó tirada a centímetros de la línea de cal. El línea avisó a la policía con la misma sonrisa. El árbitro se acercó y, junto con el policía, se preguntaron si el partido debía continuar. El línea, sonriente, contestó que sí, que no había problemas, y los convenció. Es más, él mismo levantó la radio y la arrojó descuidadamente hacia un rincón. El partido siguió acompañado por las lágrimas del viejo y su indignación. El observador que transpira no sabía si las lágrimas que brotaron durante los 10 minutos finales (más 3 de descuento que debieron ser por lo menos 5) estaban relacionadas con la injusticia o con la radio perdida, o con las dos cosas.
A la salida de la cancha, el observador que transpira sintió que en la platea tampoco estaba totalmente integrado. De poder elegir, sería un hincha como el viejo de la radio. Pero lo más parecido a ese arranque que experimentó en toda su vida fue una puntada en el pecho, del lado izquierdo, silenciosa, intensa y cada vez más frecuente, que se repite cada tanto y que lo obliga a dejar de mirar el partido y pensar por un rato en otra cosa hasta que el dolor desaparezca, siempre disimulando para evitar que las personas de al lado crean que no siente la camiseta.

miércoles, 9 de febrero de 2011

El observador que transpira: el vaso medio lleno

Afortunadamente para él, el olor a transpiración no representa un problema, porque además de usar asiduamente desodorante, siempre tuvo una transpiración abundante pero inodora. Este fenómeno se debe, según conjeturas realizadas por él mismo sin ningún tipo de base científica, a la cantidad de transpiración que emana a diario: esta cantidad hace que el olor concentrado en el resto de las personas en él se dilate hasta tornarse imperceptible. Esta característica permite que su transpiración no pueda ser detectada a través del olfato, reduciendo el problema solo a lo visual, o eventualmente al tacto. Una pequeña ventaja frente a su problema cotidiano.
Pero existe un instante en el que el observador que transpira es inmensamente feliz con su cualidad: Luego de un largo día de trabajo, en el que permanece durante horas acorralado en lugares cerrados intentando ocultar su transpiración a las demás personas, sale a la calle y la brisa fresca le resulta una bendición, una sensación de comunión con el mundo.
Lamentablemente, no es un momento que pueda perpetuar en el tiempo. Al salir de trabajar, muchas veces está rodeado de gente y es obligado a seguir ocultando sus aureolas por algunas cuadras. Caminar con las aureolas entre la gente es incómodo. Son tantos que no pueden pasar desapercibidas ante todos.
Debe esperar, caminar hasta alejarse del microcentro. A unas cuadras de distancia, algunos días en que la fortuna lo dispone, se descubre caminando solo por la vereda. Observa hacia atrás, adelante, en la vereda del frente. Si nadie se acerca, auto o persona, entonces extiende los brazos en cruz y mira al cielo con alegría, siente el viento que se mete en la camisa refrescando la transpiración y es feliz. Completamente feliz. Podría gritar de felicidad. Por un instante.
Pero debe ser cuidadoso, no dejarse llevar por la sensación de libertad. Casi inmediatamente baja los brazos. Alguien pudo haber doblado la esquina a sus espaldas o lo pueden estar observando desde alguna ventana. Continúa el viaje como al principio aunque más relajado por la aparente ausencia de gente, y con la media sonrisa que le dibuja el recuerdo del momento en que fue libre y que le dura hasta la puerta de su casa.

jueves, 27 de enero de 2011

El observador que transpira: la indumentaria

No existen en el vestuario del observador que transpira remeras de colores llamativos, menos que menos las grises. Los colores elegidos son el blanco, el negro o el azul oscuro, y el motivo de esa elección es disimular un poco las aureolas de sudor debajo de sus axilas, aureolas que forman parte de su figura tanto como los ojos o los dientes. Las camisas son blancas sin excepción. Trabaja siempre de traje y siempre con camisa blanca, al punto de tener en su casa tres o cuatro camisas exactamente iguales para cambiarse durante la semana. Para complicar aún más las cosas, tiene un cuello más ancho que el establecido como estándar por los fabricantes de ropa, por lo que el talle de las camisas debe ser un solemne 42, pero necesita recurrir a una modista inmediatamente después de la compra de una nueva camisa blanca para que la adapte al resto de su cuerpo, de un modesto talle 39/40.
A pesar de que ya conoce de sobra su talle y de que la modista tiene desde hace tiempo sus medidas, el proceso de adquirir una camisa le resulta particularmente engorroso. Los empleados insisten en que se pruebe cada prenda que va a llevar porque los modelos cambian, las colecciones también, el paso del tiempo, etc. Las camisas siempre le quedan de la misma manera y él lo sabe, pero no tiene el coraje de enfrentarse a los vendedores y su irritante sonrisa. Así que se prueba. El interior de un probador es el peor lugar para el observador que transpira, quién siente temor hacia a esas cortinas que no sirven para los fines a los que se las destina en los locales de ropa. Es un hecho para el observador que transpira que los bordes de las cortinas nunca se cierran de manera efectiva contra la pared. Siempre ingresa luz por los laterales, por lo que supone que desde afuera se puede ver todo. Inútil ubicarse en el medio del probador, ya que el reflejo en el espejo que se ubica paralelo a la cortina y ocupa toda la pared hace que quien mire casualmente pueda observar sin problemas al observador que transpira probarse la camisa. Además, nunca sabe muy bien qué ropa debe colgar en el único gancho disponible ni qué función debe asignarle al banquito que se encuentra en el rincón. Esto lo hace transpirar más de la cuenta y debe probarse rápidamente la camisa para evitar devolvérsela al vendedor con indicios de sudor. A veces, cuando el proceso se demora demasiado, debe secarse con la ropa que trae puesta antes de probarse la camisa nueva, lo que le resulta verdaderamente incómodo, ya que debe calcular que el sector de la prenda con la que se va a secar no esté demasiado a la vista para no lucir mojada una vez terminado el proceso.
Por último, mirarse en el espejo que ocupa toda la pared le resulta tan inevitable como doloroso. Se ve desmejorado, arrugado y gordo, y esto provoca que al salir del probador se sienta absolutamente derrotado frente a la sonrisa cada vez más irritante del vendedor, o en el peor de los casos, vendedora.
El periplo continúa hacia la casa de la modista, que insiste en tomarle las medidas aunque siempre sean las mismas. Se siente ridículo como niño grande al que una señora mayor hace girar de un lado para otro, estirar las manos, moverse hacia un sitio más iluminado, mientras es manoseado y escrutado minuciosamente en busca de medidas que se registran en un cuaderno de hojas amarillas. Todo esto se realiza en el domicilio particular de la modista, quien a veces interrumpe la conversación con alguna visita ante la llegada del observador que transpira, quien se ve obligado a saludar a los para él desconocidos invitados en el trayecto que va desde la puerta de entrada hasta la habitación destinada al oficio. Esto genera nervios y transpiración, además de una particular sensación de nerviosismo cuando la modista toma las medidas correspondientes al largo de mangas y el observador debe elevar los brazos en cruz mientras la mujer escruta detenidamente el espacio invadido por las aureolas.
A pesar de eso, al llegar a su casa el observador que transpira agradece. A él le gustaría tener un talle de camisas normal y transpirar un poco menos, pero ante esta imposibilidad, al menos existen modistas que ocultan las diferencias para parecerse un poco más al resto y telas blancas para disimular el sudor.

domingo, 16 de enero de 2011

El observador que transpira: a modo de introducción

I
Transpira. Transpira todo el tiempo. Transpira de día, de noche, con calor, con frío, en invierno o en verano. Siempre supuso que la eterna humedad, que junto con el viento caracteriza a la ciudad, era el principal desencadenante de su crónica transpiración. Pero lo cierto es que nunca conoció a nadie de esa ciudad ni de ninguna otra que transpirara tanto como él. Esto le provoca una cantidad aún mayor de inconvenientes a la hora de relacionarse con la gente. Digo aún mayor porque siempre fue una persona introvertida, y ya no sabe si su introversión se agrava por su transpiración crónica, o es la transpiración lo que vuelve introvertido.
Más de una vez escuchó que todas las personas tienen algo por lo que se destacan de las demás. Una cualidad, a veces un don, que los hace únicos. Luego de mucho reflexionar el observador que transpira se dio cuenta de que su rasgo destacado era la cantidad de transpiración. Desde ya que estaba algo desilusionado. Si alguien le preguntara en qué se considera único, él, siendo sincero con quien pregunta y consigo mismo, tendría que responder “transpirar”. No es algo atractivo, ni siquiera interesante. La gente no le hará toda clase de preguntas acerca de su don y sus aplicaciones, de cuándo se dio cuenta de ese talento, etc. Por eso decidió, desde el momento mismo en que se descubrió su cualidad, ocultarla a los demás. Hoy en día, ante una pregunta de esas características el observador que transpira responde con un “realmente no lo se, creo que nada” y esboza una sonrisa cortés para que el autor de la pregunta se sienta incómodo y cambie de tema sin insistir.
El único problema es que el hecho de ocultar lo que lo hace singular lo vuelve absolutamente ordinario a los ojos de los demás. En este mundo exitista, lo menos que se espera de la gente es que haga una gracia para poder competir en el mercado de gracias con el resto. Pero el observador que transpira optó por la mediocridad y la intrascendencia al riesgo de que la sociedad rechace su cualidad. Lleva su don como un estigma. Por lo demás, nunca le interesó sobresalir, por lo que el hecho de que lo tachen de ordinario o aburrido nunca le molestó.
Así, el observador que transpira vive en función de su transpiración, o transpira en función de su vida, transpirando aunque solo observe o transpirando porque solo observa, o algo así.