domingo, 21 de octubre de 2012

Ómnibus

Al observador que transpira no le gusta viajar en colectivo. De hecho, cada vez que sube a alguno siente una sensación muy desagradable que con el tiempo pudo reconocer como una fobia, o algo parecido. Una vez al mes el observador que transpira se ve obligado a tomar un colectivo para ir al centro a renovar su plazo fijo. No va en su auto porque lo pone muy nervioso manejar por el centro en horario de banco sin encontrar dónde estacionar. Tampoco toma un taxi porque está muy caro y le parece un lujo innecesario.  Evita caminar, porque de este modo llega un poco menos transpirado al banco y así evita otra situación desagradable. Solo le queda el colectivo.
Con el tiempo, el observador que transpira aprendió a tomar una serie de recaudos para evitar desgracias durante ese desagradable viaje mensual.
En principio, la ropa. Viste siempre camisa blanca, ya que durante el viaje transpira aún más de lo normal y de este modo evita que las señales de sudor sean demasiado evidentes. Además, siempre se ubica al fondo del colectivo, al lado de la puerta de salida, para tener un escape a mano en caso de repentina necesidad.
Por último, siempre lleva una bolsa de nylon en el bolsillo, bolso, o directamente en la mano. Esto es porque, en momentos en que la fobia lo ataca, la garganta se le cierra y le vienen repentinas ganas de vomitar. Esas ganas nunca se consolidan en un vómito concreto, pero tienen el suficiente poder de convencimiento como para que el observador que transpira tenga que salir corriendo, tocar el timbre y arrojarse a la vereda en cualquier lugar del recorrido en busca de espacio, aire y soledad.
Muchas veces escuchó el testimonio casual de gente con diversas fobias. En la mayoría de los casos, la gente sentía repentinamente que iba a morir. En su caso es diferente. No tiene miedo a la muerte, sino al ridículo. Tiene miedo de vomitar en medio de un colectivo lleno y que toda la gente lo observe con cara de asco y recriminación. Lo aterra quedarse parado en medio de un colectivo en movimiento, rodeado de gente que lo odie por su lamentable percance, teniendo que pedir disculpas, tratando de buscar con qué limpiar, avisándole a un chofer encolerizado, escapándose en la primera puerta abierta que el conductor dispusiera para ventilar el interior del vehículo luego de su desgracia.
La fobia del observador que transpira es diferente a otras. Sus miedos son particulares. No le asusta la muerte, siempre que se produzca en un lugar solitario, alejado de la gente para no molestar, bien lejos de un colectivo o demás espacios públicos.

viernes, 28 de septiembre de 2012

Especulación financiera

Como se dijo anteriormente, el observador que transpira juega al quini 6. Como también se dijo, pasa sus días planificando la forma de gastar los diferentes montos de los sorteos en caso de ganarlos. Con el paso del tiempo estableció una base de inversiones imaginarias construida con los montos más bajos posibles. A esta base le va sumando adicionales a medida que los pozos a sortear aumentan. Tiene pensados detalles, ubicaciones de terrenos, edificios, posibles locales, negocios, etc.
Es decir que con los años se volvió un especialista en imaginar, en algún rato libre, digamos la cola del supermercado, caminata al trabajo, etc. una vida posible en la que es más feliz. Esta costumbre (quizás habilidad) también lo llevó a detectar a cualquier persona que tenga hábitos especulativos semejantes. Me explico: muchísimas personas pueden decir "Qué ganas de ganarme el quini", "me gano el loto y mando todo a la mierda", y frases similares, frases sueltas de descarga que guardan como sustrato la esperanza de que todo cambie de una vez para bien. El motor de ese cambio es, por supuesto, el dinero. Pero existen otras personas cuya esperanza en transformar su vida a partir de un acierto al escolazo es mucho más profunda. Tiene más que ver con una pequeña y oscura obsesión, que no llega a ser vicio porque no va más allá de una o dos boletas por semana a precio económico, un acto oculto y desesperado en el que se deposita en ese medio la única esperanza de cambiar un vida miserable por otra mejor. Esas personas no dicen esas frases vagas acerca del quini, ellos dicen "con un palito y medio que me gane en el quini estoy hecho". En ese instante el observador que transpira detecta que el pobre infeliz estuvo haciendo cuentas, al igual que él, y concluyó que su planificación imaginaria de base es de un millón y medio de pesos. También, por un mecanismo de inferencias, sabe que también pensó en qué pasaría si en vez de sacar uno y medio sacara dos, o novecientos cincuenta.
Entonces lo mira con otros ojos, con cierta tristeza, con la empatía desdichada que se establece entre dos perdedores. El observador que transpira se va de esos encuentros triste por reconocerse en el patetismo de otra persona, y feliz porque descubre que mientras el pobre infeliz necesita uno y medio, él con uno doscientos se arregla.

sábado, 24 de marzo de 2012

Gripe A: Escritura de Emergencia (el observador en primera persona)

Son las cuatro de la mañana y terminé de leer este libro. Su lectura y mis dolores me desvelaron
No se si Darwin murió realmente de mal de Chagas, pero de ser así, puede que se lo haya contagiado en esta zona hace casi 180 años, cuando esta ciudad era solo un proyecto con un muro, una fosa y algunas casas. Justo en esta ciudad, que olvida sistemáticamente su historia en su intento por ser otra.
En estos días la figura de Darwin se me hace extrañamente presente, cuando una supuesta gripe letal me tiene en la cama de mi casa sin poder salir ni ver a nadie para evitar que personas inocentes se contagien por saludarme o simplemente compartir un espacio conmigo. La supervivencia del más apto se me hizo inesperadamente personal, a partir del minuto posterior a ser informado de que pertenezco a uno de los denominados “grupos de riesgo”.
En verdad no creo mucho en esta gripe y su letalidad, pero el estar encerrado sin poder ver a nadie me sugestiona. De vez en cuando se escucha en la radio sobre una nueva muerte, esta vez la de un joven atleta que no formaba parte de ninguno de estos grupos de riesgo. El resto del tiempo en los medios se habla de la prevención de la gripe, del supuesto origen de la gripe, de las características de la gripe, de la manipulación política de las estadísticas referidas a la gripe en nuestro país para no perder las elecciones, etc. Luego de un tiempo de escuchar lo mismo, mi cama se pone más incómoda. Eso me hace recordar a la supervivencia del más apto. Eso me lleva a escribir esto.
Malestar general. Dolor de cabeza, tos, vómitos.
Un amigo también padece la enfermedad y no se si es por mi culpa. A causa de ese contagio cerraron por tiempo indeterminado la biblioteca en donde él trabaja. Quizás yo sea el responsable involuntario del cierre de ese lugar, que según cuenta la leyenda funcionaba como la cárcel del fuerte que después desapareció para dar paso a la ciudad que busca desaparecerse a sí misma para ser otra, cambiando, derrumbándose y reconstruyéndose con la velocidad y la consistencia del viento que la caracteriza.
La leyenda habla también de espectros en el que hoy es el depósito de libros. Hace tiempo que trabaja, nunca vio nada, pero tampoco niega la posibilidad. A decir verdad, la mayoría de los libros depositados en ese lugar están escritos por gente ya fallecida, y esas publicaciones son como una resistencia a la muerte, como una superación del tiempo de vida de los escritores, lo cual tiene bastante de fantasmal.
Empiezo a hablar de fantasmas y creo percibir que el viento está golpeando con mayor fuerza las ventanas. El viento estuvo siempre. Está siempre. Ahora lo descubro porque parece tener más intensidad. Pero en esta ciudad, al ser constante el viento y su estruendo, con el tiempo dejamos de percibirlo y pasa a formar algo habitual en nuestros oídos: algo como el silencio, pero peor.

Me duelen las articulaciones, el pecho, la garganta al toser, la cabeza cuando me muevo. Leo el paso de Darwin por la ciudad en este libro que alcancé a sacar antes de que cerraran la biblioteca. Analizaba fósiles prehistóricos. Teorizaba sobre alimentación, costumbres, sobre el avance o retroceso del mar en esta zona. No le interesó en nada aquel fuerte de escasos años de vida, que incluía apenas un par de casas habitadas en su mayoría por personas que no provenían de estas tierras.
Veo desde la ventana la calle llena de afiches de campaña. Desde acá no distingo ni candidatos ni consignas, pero los adivino a fuerza de repetirse una y otra vez en cada elección. Me duele cada vez más todo y me pregunto si es normal, o si acaso estoy empeorando.
Darwin menciona que el gobierno de Buenos Aires ocupó esos terrenos injustamente, por medio de la fuerza, y que las fortificaciones son necesarias por ese motivo. Parece que la ciudad se funda desde la ilegalidad. Parece que el destino trágico de la ciudad es el de irse con el viento, como una especie de venganza de la tierra hacia sus usurpadores.
Pero parece también que los espectros se niegan a la levedad de la ciudad, y se empeñan en aparecer para obligar a recordar el pasado en el que fueron. Hoy Darwin se me presenta con más fuerza que nunca, tanto que parece con su obstinada presencia atentar contra su propio evolucionismo.
No tengo hambre, pensar en comida me da ganas de vomitar. Me conecto en internet. Mucha gente me pregunta como estoy y me desea una pronta recuperación. Me envían los mejores deseos por el medio más económico. Empiezo a medir el grado de aprecio que me tiene la gente por el dinero que gastan en comunicarse conmigo.

¿Qué es esta enfermedad? Mejor dicho ¿Qué es este rumor que recorre las calles y que evita que la gente se dé la mano? ¿Qué tan serio es para que las autoridades tengan que manipular las estadísticas por miedo a volcar de manera irreversible la imagen positiva de voto? ¿Es cierto que las estadísticas son manipuladas, o los partidos opositores hablan de manipulación de estadísticas para manipular votos a su favor con rumores irresponsables? El hecho es que estoy enfermo, que verdad o mentira pero cerraron la biblioteca, que me siento cada vez peor y que, fundamentalmente, no quiero morir a pesar de que pertenezco a los “grupos de riesgo”.
Soy el menos apto para sobrevivir, si me guío por Darwin y su ya fastidiosa presencia. Conforme los minutos pasan y el dolor aumenta, siento que le creo cada vez más.
Irremediablemente me voy a tener que levantar. Tengo que tomar las pastillas para que el dolor de cabeza no empeore. Me duele moverme.

Tengo que ir al baño. No creo que tenga fuerzas para soportar el dolor de las hemorroides. En algún lado leí que eran producto de nuestra costumbre de usar inodoros. El cuerpo humano aparentemente esta preparado para cagar en cuclillas. Esa es su posición natural. Pero resulta que los inodoros distribuyen la fuerza de otra manera, trabajando otras partes del cuerpo, y las hemorroides son el resultado de eso. Qué diría Darwin, las hemorroides como símbolo de la sobre - culturización, el cuerpo humano no se adapta al medio civilizado en el que vive y trae como consecuencias estas lesiones, por cierto poco elegantes para ser tratadas como culturales.
Estoy escribiendo esto, sin saber particularmente a quién va dirigido, pero con la certeza de que será leído en algún momento.
Escribir un libro sería totalmente inútil. Nadie lo publicaría, en caso de publicarlo sería en esas editoriales de barricada que logran sacar un texto para los amigos que lo compran por compromiso, y luego mueren en algún rincón, finalizando su recorrido a los pocos metros de haber partido. Internet es un mundo tan vasto que un texto se pierde en una inmensidad al alcance de muchos, pero esa inmensidad es tan inmensa que se torna bastante similar a la nada.
En cambio, escribir en un libro es diferente. Escribir, por ejemplo, en estas hojas en blanco que quedan entre el final del texto y la contratapa, promete una circulación segura. Quizás nadie nunca quiera leer algo mío, pero de Darwin seguro que sí. Cada vez que se lleven a Darwin a su casa, iré yo como un intruso, un polizón, como una rémora conformándome con la lectura indirecta de un lector entre sorprendido e indignado por mi atrevimiento. Para asegurarme de su mejor conservación, he decidido contra todo lo que dicta la cultura contemporánea en general y las normas de la biblioteca en particular, escribir el texto con tinta. De este modo, evito las manos vigilantes del personal y la goma de borrar que condenaría a la muerte a estas palabras.
Hoy no imagino otro método de circulación más eficaz. Entiendo que es desesperado, pero mi situación también lo es. Me dijeron que puedo morir, que soy el menos apto para sobrevivir a esta enfermedad. Me dijeron que me aislara, que no arrastrara conmigo a más gente. Me dijeron que sea socialmente responsable. Me dijeron tanto que lo que empezó como una inquietud se perfila a terminar como testamento.
Me descubro haciendo la letra cada vez más chica para ganar más espacio. Lamento que pronto no haya más espacio y que no exista forma de ganar lugar. Lamento que lo único que quede como legado de mi vida sea un texto accidental y sin mayor interés para otras personas. Pero para mis hipotéticos futuros detractores puedo argumentar que quizás se deba a que aparentemente me estoy muriendo.
No tengo pulso para una letra tan chica. Busqué una lapicera con punta más fina, sepa el lector disculpar el brusco cambio en la tinta.
Me cuesta caminar, me muevo muy despacio por el dolor muscular. Dolor de cabeza. El olor nauseabundo que queda en la casa luego de vomitar no se puede sacar con nada. Quizás sea porque el olor queda en uno, no en la casa. Más precisamente en las fosas nasales, por eso no hay cómo sacarlo. Sepa el lector disculpar nuevamente la temática, prefiero especificidad descriptiva por sobre elegancia, para acercarme un poco más al lector que saca de la biblioteca un libro de Darwin y me lleva consigo a pesar suyo.

Voy llegando al final del espacio de escritura y me molesta haber manchado el libro con esta escritura que no dice nada. Quizás no podría decir nada aunque quisiera, porque probablemente no haya nada que decir. Quizás la triste realidad sea que no tengo nada que decir, nada que justifique estas letras ensuciando un libro ajeno.
Se terminó el espacio. Me gustaría poder borrar todo y escribir algo mejor. Me gustaría no morir. Sepa el lector disculpar esta intromisión en su lectura. Valga como atenuante, aunque no como justificación, el carácter de escritura de emergencia, con todo lo que tiene de accidental, pero con la necesidad imperiosa de no ser olvidado con tanta facilidad por mi ciudad y por mi tiempo. Sepa el lector que quizás yo esté muerto cuando usted lea estas líneas, y que esta puede llegar a ser la única forma de comunicación trascendente que tenga. Sepa el lector de estas palabras que son el desesperado intento de no morir y listo, de dejar algo que diga que estuve. Espero sinceramente no haberme acercado en ningún momento a la espantosa solemnidad de los discursos de los moribundos de novela.
Este escrito dice que estuve. Nada más
Gracias

sábado, 7 de enero de 2012

opíparos

27 de diciembre. Las 15.30 encuentran al observador que transpira en la mesa familiar, luego de un suculento pollo arrollado, asado, cordero, ensalada de papa y huevo, confites, turrones varios, vino del común y del espumante. Mucho vino. 39 grados. La camisa pegada al cuerpo empapado, la mirada buscando un horizonte libre de platos, fuentes y demás. La conversación de la familia se escucha lejana, ajena. La necesidad de mudarse a un lugar en donde corra algo de viento se vuelve imperiosa, ya no es una cuestión estética sino una necesidad vital. La total imposibilidad de moverse por la comida ingerida, la cantidad de vino bebido, esa copa de sidra que no debería haber tomado y la ropa pegada al cuerpo, cada vez más.
La cena del 24 fue bastante más abundante. Los días que siguieron a ese 24 también representaron comidas copiosas y ya para el 27 el cuerpo no puede hacer frente a ninguna caloría extra.
Es algo que va más allá del malestar, es una sensación indescriptible. Es cuando la tarea de la digestión se vuelve un trabajo tan complejo que deja de ser inconsciente. Todo el cuerpo se subordina al trabajo del aparato digestivo y ya no queda nada más que eso. La mente se pone lenta y difusa, el cuerpo torpe, la voluntad desaparece y solo resta esperar a recobrarse de ese estado. Cuando el observador que transpira toma conciencia de ese período, la mente deja el aquí y ahora para fluir en otro plano, una especie de limbo en donde todo deja de importar por un instante, el instante de la digestión.
Luego vendrá la siesta reparadora y con la tarde llegarán los mates digestivos. La cena, con la fresca, se vuelve un poco más tolerable, la experiencia no será tan radical como al mediodía.
Luego de las fiestas el observador que transpira evalúa la experiencia de la digestión y concluye que el estado mental de la sobremesa es similar al de la meditación oriental. Piensa ese instante como una especie de estado Zen digestivo/reflexivo personal, profundo y perfectamente inútil.

domingo, 1 de enero de 2012

Ring - Tone

El observador que transpira tiene en su celular un tono indicador de mensajes entrantes más bien tradicional y sobrio. Consta de un sonido que se repite (pi-pi), seguido por un breve instante de silencio, para luego concluir con la misma secuencia sonora del comienzo (pi-pi).
No usa otro porque cree que ya está grande y porque ya está habituado a su sonido, al punto de reaccionar solo ante ese sonido y no a otro. Una vez lo intentó cambiar y no reconoció el nuevo tono. El celular sonó reiteradas veces provocando un creciente malestar en la gente. Para cuando el observador se dio cuenta, la concurrencia mostraba signos de evidente indignación.
Cuando se lo olvida prendido en un lugar que no debe y un mensaje llega, escucha los dos primeros pips e intenta desesperadamente, en el instante de silencio que sigue, apagar como sea el celular. El problema es que ese breve espacio de tiempo nunca resulta suficiente, y tanto él como la concurrencia están condenados a escucharlo nuevamente, para desgracia del observador y malestar de la los demás.
Por eso sabe que, en el momento fatal en que los dos primeros pips le revelan que se olvidó de apagar el celular, se sucede un instante, apenas un segundo de silencio fatal en que el observador anticipa mentalmente la repetición de la desgracia sin poder hacer nada para detenerlo.
Ese instante es, para el observador que transpira, un chispazo, una revelación, epifanía que revela con intensidad la inminencia de una tragedia de la que solo podemos ser víctimas. Luego de la desesperación inicial, surge el estoicismo, el pedido de disculpas y escuchar los segundos pips con la dignidad de quien toca el violín mientras el barco se hunde irremediablemente.