lunes, 17 de octubre de 2011

Peluquería

Desde hace ya varios años, el observador que transpira se corta el pelo en un pequeño local barrial, atendido por un peluquero de vieja escuela, de esos que no se reconocen bajo nomenclaturas tales como estilista, coiffeur o similares.
La razón es la comodidad, más que el corte en sí mismo. Siempre lo intimidó el rancio glamour que intentan ostentar las peluquerías pretenciosas del centro, ese espacio en donde se impone el exceso de luz, los grandes espejos y los estilistas cool por obligación, casi como un uniforme de trabajo exigido por los empleadores para no desentonar en el intento de parecer un poco más de lo que son.
Además está el complejo proceso que finaliza en la silla de corte, trámite engorroso que supone sacar turno, esperar en grandes sillones en los que el observador que transpira siempre se siente incómodo y un poco solo, para ser atendido por una chica que le lava la cabeza mientras busca temas de conversación, también obligada, ya que en cualquier otro ámbito de la vida no se hubiera molestado ni en observarlo, para finalmente ser derivado al estilista considerado en si mismo, quién lo ataca con la pregunta ¿Qué querés que te haga? O similares, a lo que el observador que transpira no sabe muy bien qué responder y se siente más incómodo, intimidado y solo, observándolo a través del enorme espejo lleno de luces con una toalla en la cabeza y una bata que le aprieta el cuello. Eso lo hace transpirar en extremo, aunque afortunadamente la bata lo disimula. La respuesta del observador que transpira ante esas situaciones es siempre la misma: “corto”. Para él esa respuesta es suficiente. Ponerse a especificar que su cabeza tiene forma de huevo y que por eso hay que tener cuidado, o que demasiado corto atrás no le gusta, sería revelarle a ese estilista desconocido y artificial la visión que el observador que transpira tiene de sí mismo. No está dispuesto a especificar. Se vuelve hermético y nervioso. Pero el estilista insiste. ¿Corto cómo? ¿Más tradicional? ¿Hacemos algo moderno? ¿Con máquina?
De alguna manera (que nunca recuerda porque bloquea ese momento incómodo) el observador que transpira logra resolver la situación sin responder claramente a ninguna de las preguntas del coiffeur, quien termina por resignarse y hacer un corte tradicional, muy similar al que siempre le hicieron en la peluquería de barrio.
Estas razones lo hacen elegir esa modesta peluquería barrial, en donde el estilista es peluquero y habla de básket (a él no le agrada mucho el basket, pero hablar de deportes no le molesta) y donde no hay glamour ni atienden hermosas mujeres que fingen interés en su conversación. Las únicas mujeres son las que pasan por la vereda, muy cerca de la vidriera y la silla de corte. Si el peluquero las percibe lindas, deja las tijeras y se toma un segundo para salir a la calle y confirmar su percepción inicial. Las mira un rato, luego entra y se las comenta al observador que transpira, quien no puede ver demasiado por estar condenado a la silla de cliente, a la bata y a la timidez.
El corte también se interrumpe brevemente por el ingreso de algún amigo que pasa a saludar y a comentar el partido de boca, o cuando alguna de las anécdotas que cuenta el peluquero requiere la utilización de las manos para ayudar al relato con una conceptualización visual.
Pero nada de eso preocupa al observador que transpira, ya que solo debe sonreír y escuchar. Es un espectador pasivo y feliz que se sienta a escuchar conversaciones intrascendentes sin necesidad de participar realmente en ninguna.
Eso si, del corte no se puede hablar demasiado, es siempre el mismo. “¿Corto?” Pregunta el peluquero. “Si”, es la respuesta, y se terminó la historia.
Con el tiempo se dio cuenta de que el siempre idéntico corte de la peluquería barrial en realidad no le gusta, pero nunca tuvo inconvenientes para vivir con eso. Mientras conserve la atención, mientras su lugar como cliente sea el mismo, el observador que transpira pasará de buena gana por la vida con un mal corte de pelo.