miércoles, 23 de febrero de 2011

El observador que transpira: el fútbol

Al observador que transpira le gusta el fútbol. Como la mayoría, heredó el club de su padre, quién a la vez lo heredó de su abuelo. Es bien sabido que la religión y el equipo de fútbol no se eligen, al menos hasta bien entrada la adolescencia y a fuerza de resistir violentas batallas familiares. Él no tuvo conflictos con el mandato paterno, y desarrolló con el tiempo un sincero cariño por las instituciones heredadas, llegando a experimentar sinceros cambios de ánimo con cada victoria o derrota de su equipo.
Como jugador nunca fue bueno y hace tiempo que abandonó el deporte, pero le gusta ir a la cancha como espectador simpatizante. De chico fue bastante seguido acompañando a sus mayores y esto se volvió poco a poco un hábito que hasta el día de hoy practica, aunque ya no tenga ningún mayor a quien acompañar.
Sin embargo, nunca se sintió cómodo en la tribuna popular. La razón fundamental es que, además de tener que ver todo el partido parado y moviendo la cabeza sistemáticamente para evitar los bloqueos visuales de los hinchas que se encuentran delante de él, le da mucha vergüenza gritar desmesuradamente un gol de su equipo. Siempre le resultó más fácil el insulto ante una injusticia o ante un gol enemigo. Por eso, cuando el equipo va mal siempre se siente parte del grupo, aunque los insultos que ensaya tampoco sean desmesurados.
El problema es la incomodidad ante la alegría propia. Él siempre grita fuerte “gol” en esas circunstancias. Pero es un grito corto, seco, que no viene acompañado de un movimiento arrebatado de avalancha hacia el alambrado ni de insultos festivos o improperios ante el rival. Se queda en ese grito y se siente como en deuda, rodeado de acreedores.
Estaba convencido de que al aire libre y el espectáculo deportivo visto cómodamente lo harían transpirar menos de lo habitual. Pero en la popular le resulta imposible ese estado de tranquilidad, y menos soportando la tensión de creerse en deuda con tanta gente que lo rodea.
Por eso un día decidió ahorrar y pagar por ver a su club, durante toda una temporada, desde la platea. El costo era realmente elevado, pero consideró que su tranquilidad bien valía ese precio.
Ahí si se encontró bastante a gusto, con personas que veían el partido desde sus lugares, comentando airadamente entre desconocidos las vicisitudes y gritando cada infracción no cobrada o cada gol local. La gente se ponía de pie gritando de igual manera que el observador que transpira, solo un momento, gritando gol un segundo, y después se abrazaban entre conocidos y se felicitaban entre desconocidos. A veces tenía el gusto de ver, a unos asientos de distancia, a alguna vieja gloria de la institución o a algún jugador actual relegado a la platea por suspensión o lesión. Definitivamente tenía más que ver con este grupo de gente que con el de la popular.
Se dio cuenta desde un principio de que había mucha gente mayor en la tribuna. Entendió que para ellos la popular les debía resultar imposible por una cuestión física. También observó que los viejos conservaban una energía implacable para insultar y gritar los goles, a pesar de que las rodillas los traicionaban un poco.
Una tarde el equipo estaba sufriendo una estafa pública por parte de la terna arbitral. Se había hablado mucho de la importancia del partido y de las conexiones que existían entre los dirigentes del equipo rival y los directivos de AFA. Los árbitros fueron cambiados a último momento, levantando sospechas, y ahora les estaban robando descaradamente a la vista de toda la hinchada. Uno de los viejos de la platea, sentado a solo unos lugares de distancia, seguía el partido con una radio de mano en la oreja. Esta es una práctica bastante habitual. En general es usada para seguir los resultados de los demás partidos que se juegan simultáneamente, o entre las personas que se acostumbraron tanto a los relatores y los comentaristas que necesitan que una voz les interprete lo que están viendo en vivo y en directo. El observador que transpira se alegró al reconocer el modelo de la radio, de marca Karina, a partir de un detalle verde arriba del parlante que la hacía inconfundible. Esta radio coincidía con el modelo que acompañó a su abuelo a la cancha durante toda la vida.
El viejo en cuestión levantaba más y más la voz y la temperatura, poniéndose cada vez más rojo a medida que las injusticias se amontonaban. El observador que transpira también estaba enojado, pero creyó que era tan evidente el robo que no hacía falta el insulto.
Lo que empezó a asustarle fue el estado de salud del viejo, ya prácticamente morado. Observó que no era uno de esos puteadores habituales, sino que estaba reaccionando de manera extraordinaria para alguien como él, movido por una injusticia que se volvía intolerable.
A los 80 minutos del segundo tiempo, con el partido injustamente en contra por 1 a 0, el juez de línea número dos, en las narices del observador que transpira, el viejito y toda la platea, y con una media sonrisa en la boca que sacó de las casillas hasta al mismísimo observador, llamó al árbitro y le sugirió que expulsase al técnico del equipo local y a su ayudante de campo, cosa que el árbitro hizo inmediatamente. Las razones no se saben, aunque están relacionadas con algún insulto o cosa parecida.
El viejito, con una furia que le hacía saltar lágrimas de los ojos, arrojó la radio Karina, la que probablemente lo acompañó durante toda su vida como lo había hecho con el abuelo del observador que transpira, a la cancha, directo al lineman. La radio pasó bastante cerca, pero no impactó. Quedó tirada a centímetros de la línea de cal. El línea avisó a la policía con la misma sonrisa. El árbitro se acercó y, junto con el policía, se preguntaron si el partido debía continuar. El línea, sonriente, contestó que sí, que no había problemas, y los convenció. Es más, él mismo levantó la radio y la arrojó descuidadamente hacia un rincón. El partido siguió acompañado por las lágrimas del viejo y su indignación. El observador que transpira no sabía si las lágrimas que brotaron durante los 10 minutos finales (más 3 de descuento que debieron ser por lo menos 5) estaban relacionadas con la injusticia o con la radio perdida, o con las dos cosas.
A la salida de la cancha, el observador que transpira sintió que en la platea tampoco estaba totalmente integrado. De poder elegir, sería un hincha como el viejo de la radio. Pero lo más parecido a ese arranque que experimentó en toda su vida fue una puntada en el pecho, del lado izquierdo, silenciosa, intensa y cada vez más frecuente, que se repite cada tanto y que lo obliga a dejar de mirar el partido y pensar por un rato en otra cosa hasta que el dolor desaparezca, siempre disimulando para evitar que las personas de al lado crean que no siente la camiseta.

miércoles, 9 de febrero de 2011

El observador que transpira: el vaso medio lleno

Afortunadamente para él, el olor a transpiración no representa un problema, porque además de usar asiduamente desodorante, siempre tuvo una transpiración abundante pero inodora. Este fenómeno se debe, según conjeturas realizadas por él mismo sin ningún tipo de base científica, a la cantidad de transpiración que emana a diario: esta cantidad hace que el olor concentrado en el resto de las personas en él se dilate hasta tornarse imperceptible. Esta característica permite que su transpiración no pueda ser detectada a través del olfato, reduciendo el problema solo a lo visual, o eventualmente al tacto. Una pequeña ventaja frente a su problema cotidiano.
Pero existe un instante en el que el observador que transpira es inmensamente feliz con su cualidad: Luego de un largo día de trabajo, en el que permanece durante horas acorralado en lugares cerrados intentando ocultar su transpiración a las demás personas, sale a la calle y la brisa fresca le resulta una bendición, una sensación de comunión con el mundo.
Lamentablemente, no es un momento que pueda perpetuar en el tiempo. Al salir de trabajar, muchas veces está rodeado de gente y es obligado a seguir ocultando sus aureolas por algunas cuadras. Caminar con las aureolas entre la gente es incómodo. Son tantos que no pueden pasar desapercibidas ante todos.
Debe esperar, caminar hasta alejarse del microcentro. A unas cuadras de distancia, algunos días en que la fortuna lo dispone, se descubre caminando solo por la vereda. Observa hacia atrás, adelante, en la vereda del frente. Si nadie se acerca, auto o persona, entonces extiende los brazos en cruz y mira al cielo con alegría, siente el viento que se mete en la camisa refrescando la transpiración y es feliz. Completamente feliz. Podría gritar de felicidad. Por un instante.
Pero debe ser cuidadoso, no dejarse llevar por la sensación de libertad. Casi inmediatamente baja los brazos. Alguien pudo haber doblado la esquina a sus espaldas o lo pueden estar observando desde alguna ventana. Continúa el viaje como al principio aunque más relajado por la aparente ausencia de gente, y con la media sonrisa que le dibuja el recuerdo del momento en que fue libre y que le dura hasta la puerta de su casa.