sábado, 7 de enero de 2012

opíparos

27 de diciembre. Las 15.30 encuentran al observador que transpira en la mesa familiar, luego de un suculento pollo arrollado, asado, cordero, ensalada de papa y huevo, confites, turrones varios, vino del común y del espumante. Mucho vino. 39 grados. La camisa pegada al cuerpo empapado, la mirada buscando un horizonte libre de platos, fuentes y demás. La conversación de la familia se escucha lejana, ajena. La necesidad de mudarse a un lugar en donde corra algo de viento se vuelve imperiosa, ya no es una cuestión estética sino una necesidad vital. La total imposibilidad de moverse por la comida ingerida, la cantidad de vino bebido, esa copa de sidra que no debería haber tomado y la ropa pegada al cuerpo, cada vez más.
La cena del 24 fue bastante más abundante. Los días que siguieron a ese 24 también representaron comidas copiosas y ya para el 27 el cuerpo no puede hacer frente a ninguna caloría extra.
Es algo que va más allá del malestar, es una sensación indescriptible. Es cuando la tarea de la digestión se vuelve un trabajo tan complejo que deja de ser inconsciente. Todo el cuerpo se subordina al trabajo del aparato digestivo y ya no queda nada más que eso. La mente se pone lenta y difusa, el cuerpo torpe, la voluntad desaparece y solo resta esperar a recobrarse de ese estado. Cuando el observador que transpira toma conciencia de ese período, la mente deja el aquí y ahora para fluir en otro plano, una especie de limbo en donde todo deja de importar por un instante, el instante de la digestión.
Luego vendrá la siesta reparadora y con la tarde llegarán los mates digestivos. La cena, con la fresca, se vuelve un poco más tolerable, la experiencia no será tan radical como al mediodía.
Luego de las fiestas el observador que transpira evalúa la experiencia de la digestión y concluye que el estado mental de la sobremesa es similar al de la meditación oriental. Piensa ese instante como una especie de estado Zen digestivo/reflexivo personal, profundo y perfectamente inútil.

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