Él piensa que el
feng shui es un arte marcial. Aunque su mujer le explica que
nada que ver, él insiste. Consiste en tomar la búsqueda de
espiritualidad de los occidentales, su ignorancia, su aburrimiento y
su irrefrenable necesidad de gastar plata en estupideces y usar todos
esos elementos como armas en su contra, con el fin de asesinarles la
billetera. Sobre todo a los esposos, quienes se ven obligados a
exprimir sus bolsillos para evitar que sus mujeres, repentinamente
investidas por un espíritu milenario chino, los molesten hasta el hartazgo. Es tan efectivo que el hombre que se desprende de su dinero
siente la tranquilidad de sacarse a su mujer de encima y tenerla
entretenida por un tiempo, eligiendo el mal menor. La alternativa a
las facturas en el shopping son las facturas conyugales sobre aquello
que ella no pudo hacer y la frustración que siente al respecto. Las
facturas del shopping alguna vez se terminan de pagar. Las otras, no.
Uno se sabe perdido de entrada. Se alegra cuando pierde poco. No
hay forma de ganarle feng shui.
Hace
un tiempo su mujer llegó con lo del chi kung. Luego vino el reiki,
el yoga, la gemoterapia, las runas, pilates y ahora volvemos a
oriente con el feng shui. Todo empaquetado, adornado y listo para que
las señoras con dinero y tiempo libre consuman espiritualidad al
alcance de la mano.
Se
desprendió del dinero, observó con alivio la felicidad de su mujer,
tomó los palos de golf y se fue un rato.
Le
gustaba pasar tiempo en el terreno que había comprado en el club de
campo. Ese pedazo de tierra significa un logro impensado para un hijo
de la clase trabajadora y una mujer de familia aristocrática
económicamente venida a menos. La educación, la profesión liberal,
el esfuerzo personal dieron sus frutos.
Aún
faltaba mucho, pero ahí estaba el terreno. Él mismo le hubiera
cortado el pasto si no estuviese mal visto. Para eso estaban los
empleados del country (aunque ellos, los propietarios, preferían
club de campo. Cuestión de pertenencia), a los que les pagaba una
suma extra bastante importante para atender la jardinería del
terreno, o quizás el hijo de algún propietario del country, quien a
modo de juego didáctico (el objetivo era comprender el valor del
trabajo y del dinero. Jugando, por supuesto) se ofrecía a cortar el
césped por una pequeña fortuna, que uno pagaba porque estaba bien
hacerlo.
Ahí
estaba el terreno, y Rubén a la mañana y Carlos a la tarde, los
guardias que ya lo conocían por el nombre y le abrían la puerta sin
pedirle documentos. También estaba el club house donde tenía sus
amistades, amistades de esas que abren puertas laborales. Con ellos
se podía hablar de golf y de caballos, buenos vinos y negocios, siempre que la conversación no incluyera cifras concretas de dinero. En esas conversaciones no hay números, entre
amigos se habla de las cosas buenas de la vida y se olvidan las
cuentas.
También
estaba el hermoso campo de golf donde durante los noventa iba el
presidente (dos veces al año religiosamente durante los diez años
que duró su mandato) a jugar al golf entre amigos. El
viejo Atilio siempre recuerda las veces que jugó con el
presidente en ese campo. Debía dejarlo ganar porque se les
informaba antes que al presidente no le gustaba perder. Atilio nunca
supo si el presidente sabía que los demás iban a menos o si
realmente pensaba que era un fenómeno del golf. El viejo Atilio dice
que al final lo estaban engañando y Ernesto dice que no, que el
poder es eso, es ganar siempre al golf aunque uno sea el peor jugador
del campo.
Él
saluda, toma los palos y se va a su terreno a practicar su swing. Más
adelante tendrá una casa ahí donde ahora practica golf. Más
adelante, cuando consiga el dinero para hacer una casa acorde al
lugar, a la arquitectura de sus vecinos. No quiere envidiarle nada a
nadie. Por ahora dice que lo está pensando, que el trabajo, las
distancias, Mabel que no maneja. En fin.
Ahí
está él entonces, controlando el grip y la relajación de los
hombros y se siente feliz. Realmente le gusta estar ahí, pegándole
a la pelotita, solo con sus pensamientos, mientras su señora debe
andar destruyéndole la tarjeta junto con la señora de Ibarguren,
ambas buscando objetos para redecorar la casa de nuevo, esta vez para
que la energía fluya pero sin perder la elegancia. Sonríe al pensar
que eso la tendrá entretenida durante algunas semanas.
La
felicidad es eso, piensa. Pegarle una tarde entera a la pelotita con
un palo mientras piensa. Por qué ese momento, éste, el presente
perfecto, con el palo y el césped y la pelotita, esconden un
mecanismo tan extraordinariamente complejo. ¿Por qué el dinero y el
tiempo y los guardias y el club house? ¿Por qué no es lo mismo en
la plaza, en el parque, al costado de la ruta? ¿La felicidad es el
golf o es lo otro, o es el golf después de lo otro?
De
repente mira al cielo y descubre que el sol está bajando. Se pasó
la tarde en el terreno sin darse cuenta. Ya debe volver a preparar
todo para mañana que hay trabajo.
Mientras
conduce de vuelta empieza a sentir esa leve presión que, con el
correr de las horas, se volverá más y más intolerable. Hay que
trabajar, empezar la semana. Recuerda el pulgar de la mano izquierda,
apoyado contra el palo y envuelto levemente por la mano derecha,
ejerciendo una leve presión antes de dar el golpe. Trata de relajar
los hombros, como en el golf. Es más difícil fuera del terreno.
Siente la creciente necesidad de abrir las ventanillas del auto para
calmar la desagradable sensación de ahogo que sufre los domingos por
la tarde, cada vez más seguido. A esto le seguirá una noche de
insomnio y un lunes complicado de aguantar.
Llegó
a su casa y vio las bolsas. Malditos los shoppings que trabajan los
domingos.
Luego
de las bolsas lo recibe su mujer, mostrando entusiasmada los tres
espejitos hexagonales que compró en el shopping a una mujer de
extraños ojos.
-
No, gordo, te digo que tenía algo en el ojo. Para mí que era
discapacitada.
-
No, Mabel. Seguro que era china y vos ni te diste cuenta.
-
Claro. Vos pensás que soy tarada. No era china. Era discapacitada,
Pero me vendió estos espejitos divinos que ayudan a hacer circular
la energía. Hay que ponerlos en el marco de la ventana para la
protección y la buena suerte. Yo los voy a poner acá. Mirá, quedan
re monos, del mismo color que los sillones.
Él
se sienta en el sillón del living con los vestigios de la sensación
de ahogo aun en el cuerpo. Mira los espejos de reojo con muy poco
interés hasta que algo lo obliga a detener la mirada. El último
rayo de sol, ese que marca el fin del atardecer, entra por la ventana
de los espejos y ahí se ve, el haz de luz, el flujo energético
perfectamente visible, circulando.
-
Mabel, veo la energía.
-
¿Cómo, gordo?
-
En los espejitos de mierda esos que compraste. Veo la energía.
-
Gordo, no me tomes el pelo, querés. ¿Por qué sos así? Siempre
censurás con tu ironía mis intentos por...
-
Que no te tomo el pelo, Mabel, te juro que los veo.
Mabel
de pronto se asusta. Su esposo no miente. Él ve las luces. Su esposo
tiene una especie de conexión con el feng shui. No es decoración,
es algo más, algo de verdad.
Inmediatamente
toma los espejitos empleando un gesto que es lo más parecido a
correr que el marido de Mabel vio en ella en 25 años. Abre
rápidamente la ventana y los arroja, como si quemaran, hacia la
calle.
-
¿Pero qué hacés, loca de mierda, me querés decir?
-
Basta de feng shui. Me dio miedo.
Él,
fastidiado, se levanta del sillón y se va al baño, acto que había
retrasado por la cuestión energética de los espejos que ahora están
en la calle, 6 pisos abajo.
Mabel,
al verlo irse con el mal humor de siempre, se siente más aliviada.
Vuelve a la cocina con una mano en el pecho y el gesto como de a
quien le vuelve el alma al cuerpo. Mirá si su esposo. Un raro. La gente.
Él,
sentado en el inodoro, llora en silencio.